Hemos llegado a ese período clave en Chile que es “después del 18”. Se nos apretujan elecciones, exámenes, balances, celebraciones navideñas. Atrás quedaron los mil choripanes —pesadilla de los nutricionistas—, las payas, los “cuecazos” (nuevo término en boga) y el rito supremo e interminable del 18: el asado de la mañana a la noche.
Hemos visto un país que se tapiza con la banderita tricolor, “emblema de mi nación”, y se paraliza varios días para festejar con brío las Fiestas Patrias. Pero de tanto “avivar la cueca”, inevitablemente se nos “echa la yegua”. ¿Volvemos ahora a ser fomes? ¿O continuamos el leseo?
Las palabras que usamos hablan de nosotros. “Fome” es un término muy propio de Chile, que en el diccionario de la RAE se describe como “algo aburrido y sin gracia” (¿nosotros mismos?). Leseo, por otra parte, es un coloquialismo chileno que se define como “tontear”.
El polaco Ignacio Domeyko señaló, en la segunda mitad del siglo XIX, que lo que en Chile nos salva y defiende de la anarquía es el carácter nacional un poco frío y moderado, y la probidad concienzuda de la administración de las finanzas. En otras palabras, nuestra fomedad.
A su vez, el intelectual venezolano Mariano Picón-Salas (1901-1965) dijo que “el chileno se encoge, se desliza, se hace el leso”. Según este cronista (citado por sociólogos como Eduardo Valenzuela), aquí “el individuo se empequeñece y se injerta —sin hacer ruido— en la vida social”. Algo que habría preservado —no siempre— la sociabilidad chilena del desorden y el exceso.
Picón-Salas describe en los chilenos una cierta “calmada indolencia”, poco revolucionaria. No muy lejos se sitúa la expresión “no estoy ni ahí”, que un profesor chileno definió como “joya del existencialismo criollo”. Una idea que se podría relacionar con el habla chilena, evasiva y escurridiza.
Hay defensores y detractores de nuestra forma poco directa de hablar, pero está claro que solemos evitar la confrontación, bajamos la intensidad de lo que decimos —“es un poquito mucho”, “hay un problema no menor”, “lo encuentro reguleque”, “dame solo un pichintún”— y somos los reyes de los diminutivos (dicen que a Andrés Bello le llamaba la atención que habláramos de “Diosito”).
Mariano Picón-Salas, eso sí, también detecta otra faceta nacional, reflejada en nuestra habla. Alude a la “tincada” chilena, que plasma la imprevisión, el chamullo, la dificultad para trazar un plan, el chanterío. El futuro se traza sin reflexión, según una “tincá”.
Ahora que iniciamos el “después del 18” —esta vez con elecciones incluidas— ojalá vuelva algo de esta fomedad (que rima con seriedad). La cháchara inconducente, la improvisación, la idea de “meterle inestabilidad al sistema” y los asados a media semana no han traído resultados auspiciosos. Y tampoco se trata de caer en una nostalgia inmovilista; hay tantas transformaciones sociales que requiere el país, que deben concretarse con seriedad y responsabilidad.
Dejemos el leseo para las próximas fiestas patrias. Ojalá nos “caiga la teja” para afrontar con sensatez nuestro intenso “post 18”.