Hace unos días se abrió un intenso debate en Chile a raíz de un estudio del Banco Central sobre los efectos del alza del salario mínimo y la reducción de la jornada laboral en el empleo. El informe fue utilizado para alimentar la discusión sobre la política monetaria, en particular sobre si convenía subir o bajar la tasa de interés.
El estudio, para estándares de insumo de política pública, es muy bueno. Cumple con lo que debe entregar una institución como el Banco Central: un diagnóstico rápido, riguroso dentro de las limitaciones de la información disponible, y orientado a una decisión inmediata. Ahora bien, ¿es un estudio publicable en una revista académica de primer nivel? Probablemente no aún, no lo sabemos ni lo descartamos, porque su objetivo nunca fue aportar a la frontera del conocimiento, sino ofrecer una base para una decisión de política, la cual también se influirá por las opiniones, permeadas por las experiencias personales, de los consejeros del Banco Central.
Aquí está la clave de la diferencia: la calidad de la prueba exigida en el mundo académico no es la misma que la necesaria en el diseño de políticas públicas. En el ámbito académico, el horizonte es más largo: se exigen estándares metodológicos muy altos, replicabilidad, múltiples especificaciones y, en lo posible, identificación causal robusta. En la política pública, en cambio, se requieren respuestas rápidas, con la mejor evidencia disponible en ese momento, sabiendo que nunca se contará con “toda” la información.
El caso del salario mínimo y la jornada laboral ilustra bien esta tensión. Cuando se discutieron esas reformas, ¿existió un análisis profundo de sus potenciales consecuencias en empleo, salarios y bienestar? Tememos que no. La decisión fue principalmente normativa, basada en objetivos de justicia distributiva y condiciones laborales. Esa decisión implicaba riesgos conocidos —entre ellos, un posible impacto negativo en el empleo—. Sin embargo, hoy nos encontramos discutiendo con sorpresa los efectos que ya se anticipaban con incertidumbre.
Este contraste abre un debate más amplio: ¿qué esperamos de la academia en el diseño de políticas públicas? ¿Y qué podemos exigirles a quienes deben decidir bajo incertidumbre? Si pedimos que los estudios del Banco Central o de cualquier organismo público tengan la misma calidad que un artículo de revista académica de primer nivel, nos quedaríamos paralizados. Pero si legislamos sin ningún análisis previo de impacto, terminamos reaccionando completamente a ciegas y asumiendo muchos costos innecesarios.
En el mundo esta distinción está clara. James Heckman, premio Nobel, ha subrayado la importancia de la “policy relevance” en la investigación económica, pero siempre distinguiendo que un trabajo académico busca aislar mecanismos causales con precisión, mientras que un informe de política busca orientar decisiones oportunas (Heckman & Smith, 1995). Charles Manski, por su parte, habla de la “policy analysis under uncertainty” (2013): decidir sin certezas absolutas, pero de manera informada. Y Dani Rodrik ha insistido en que la economía académica y la aplicada a políticas públicas son “dos mundos que se solapan, pero no son lo mismo” (Economics Rules, 2015).
Chile necesita fortalecer ese puente: estudios de política que reconozcan sus limitaciones, pero que siempre existan antes de tomar decisiones normativas de alto impacto. Porque si no discutimos sus posibles efectos ex ante, terminamos atrapados en debates ex post que solo confirman lo que ya sabíamos: que toda política pública trae consigo riesgos y costos que pudieron haberse anticipado mejor.
José De Gregorio Alejandro Micco
FEN, Universidad de Chile