El asesinato de Charlie Kirk, activista conservador, en un acto en la Universidad del Valle de Utah, en Estados Unidos, debiera despertar el repudio y el espanto de todos. Kirk está lejos de mi forma de pensar, pero jamás desearía que la muerte de un adversario (aun el más despreciado de mis adversarios) despertara en mí la satisfacción o la indiferencia. Las imágenes de su asesinato se han viralizado y me temo se banalicen como todo lo que es consumido en el espacio digital. Y ya han aparecido mensajes tan deplorables como: “se lo buscó”.
Las redes sociales, los bots, las declaraciones de muchos líderes son hoy los grandes propiciadores e incitadores al crimen político. Se parte primero por una caricatura del “otro”, se sigue con la denostación y no se duda en propagar la mentira, si es necesario. El disparo de un fanático (como el que hirió de muerte a Kirk) es solo el último eslabón de una verdadera industria y cultura del odio que intoxica hoy a millones en el mundo, y en nuestro país también. El asesinato de un candidato presidencial en Colombia estuvo precedido por una avalancha de declaraciones de odio, partiendo por las del mismo Presidente de la República. En Argentina, Milei no ha dudado en alentar mentiras contra, incluso, sus aliados y ha hecho gala de un estilo agresivo en que ataca a rivales, periodistas o ciudadanos hasta niveles obscenos. Su rival, Cristina Kirchner, tampoco fue un ejemplo de decencia, respeto democrático ni autocontención verbal. En el odio, los extremos se tocan. Y qué decir del presidente de la máxima potencia del mundo, Donald Trump, campeón de la denostación.
Los discursos de odio están dando réditos electorales y en un mundo donde las enfermedades mentales se han disparado después de la pandemia, la posibilidad de que un loco o un “lobo solitario” decida aplicar literalmente los mensajes destructivos que circulan en las redes, es más alta que nunca. El asesinato de Charlie Kirk es brutal, más aún cuando ha ocurrido en un campus universitario, el lugar donde debiera ser natural escuchar a quien piensa distinto, y la tolerancia es la condición esencial para que una universidad tenga el título de tal. Pero, en muchas de las grandes universidades del mundo, la cancelación se ha convertido en una práctica habitual, y el progresismo “woke” ha demostrado tener también visos inquisitoriales. En algunas universidades, se han establecido prácticas de censura a cualquier manifestación de pensamiento conservador: el asesinato de Kirk es, en parte, resultado de eso.
Durante el primer proceso constituyente vimos cómo el odio, la negación del adversario llegó a una apoteosis: redactar una Constitución sin considerar la opinión de la mitad, al menos, del país. Y qué decir en el “estallido”, donde la ira lo envenenó todo. Habría que hacer una antología de los “tuits” denostadores del adversario que degradaron la conversación política de entonces: nos llevaríamos la sorpresa de que muchos fueron escritos por personas con formación intelectual y aparentemente razonables. Hoy esa ira campea en el otro extremo y no se duda en destruir a miembros del propio sector, solo por estar a favor de los acuerdos: la “derechita cobarde”, dicen. En la izquierda, a los apóstatas se los llamaba “fachos” y se iba a funarlos a sus casas. Propagar el odio virtualmente es muy fácil, contenerlo después puede ser imposible.
Recuerdo el día en que asesinaron a Jaime Guzmán: hice un minuto de silencio en mi clase, ante la sorpresa de mis alumnos, que sabían que yo había peleado en plena dictadura contra los gremialistas. ¿Pero no es ese el mínimo civilizatorio que debemos esperar: el de condenar sin ambages el asesinato de un adversario? Cuando un adversario pasa a ser un enemigo a destruir, es que la tolerancia está siendo asesinada. Es lo que está ocurriendo hoy. Lo más sagrado en una democracia es el cuidado de nuestros adversarios.