El ciclo electoral ha entrado en fase aguda. Con las y los candidatos ya en carrera, especialmente en la pista presidencial, presenciamos cómo cada uno intenta comprimir su visión de país y sus promesas de transformación en el breve intervalo de una administración de cuatro años. Como si fuera posible domar las fuerzas profundas del cambio en tiempo récord.
Pero lo cierto es que vivimos en una sociedad de aceleración. En casi todos los ámbitos, los procesos se intensifican. Como ha planteado el sociólogo Hartmut Rosa, la modernidad tardía se caracteriza por la aceleración constante de la vida social, tecnológica y económica, afectando incluso la forma en que experimentamos el tiempo.
La economía digital y, más recientemente, la irrupción de la inteligencia artificial generativa, prometen —o amenazan— con multiplicar la velocidad de producción de bienes, servicios e ideas. La invención de vacunas contra pandemias, otrora un proceso de décadas, se realizó en meses. Las epidemias globales —como vivimos recientemente— se expanden a velocidad inédita. La paradoja es que al mismo tiempo paralizan, interiorizan, nos obligan a la pausa, al recogimiento. Pero solo por un momento: el vértigo se reanuda rápidamente.
Las comunicaciones, a través de redes sociales, plataformas de mensajería, ciclos noticiosos en tiempo real y algoritmos de recomendación, generan un mundo de instantaneidades que deja poco espacio para la reflexión. El capitalismo digital y financiero —deslocalizado, desmaterializado, automatizado— exige decisiones inmediatas, mientras que la democracia, por esencia, requiere lentitud: deliberación, consulta, diálogo.
Lo mismo vale para la educación, uno de los pilares del desarrollo democrático. Sus métodos y contenidos se piensan en horizontes largos. ¿Quién leerá mañana el Quijote o el Ulises de Joyce si puede obtener en segundos un resumen, nada banal, generado por una IA? Las temporalidades propias de las humanidades y las ciencias sociales, con su maduración pausada y su combustión a fuego lento, enfrentan una crisis ante los modelos de lenguaje que procesan millones de textos al instante y generan una avalancha de signos —¿pero también de sentido?
En el plano existencial, la vida acelerada llega a anhelar lo que Goethe imaginó en Fausto: ese instante que, por su intensidad, merecería durar. “¡Detente!”, clama el personaje, “¡eres tan hermoso!”. Pero ya ha pasado.
Así también ocurre con los discursos de campaña: atrapados en la lógica de lo efímero, de lo viralizable, de lo que impacta en pocos segundos, los candidatos son presas fáciles de esta fugacidad. Pero gobernar es otra cosa. Gobernar exige distinguir entre las velocidades de lo urgente y los ritmos de lo importante. Y Chile, si quiere reconciliar sus fracturas, no puede seguir corriendo en múltiples direcciones sin detenerse a pensar hacia dónde va.