Las democracias liberales, y los partidos tradicionales que las sustentan, se están debilitando cada vez más, incluso en países tradicionalmente muy democráticos. En Francia, Macron ya no se la puede, y la política francesa es dominada por extremistas. En Reino Unido, un partido populista llamado Reform ha estado suplantando a los partidos tradicionales. Se dicen de derecha los Reform, y algunos los tildarían de extrema derecha, pero como pasa con las “nuevas derechas”, muchas de sus políticas populistas parecen ser de izquierda. Lo más grave es que Reform ha contribuido a que en Reino Unido haya una ola de racismo que antes no había. El detonante ha sido el exceso de inmigrantes ilegales, pero Reform lo exagera y azuza.
En realidad, la inmigración suele ser una de las causas del debilitamiento de la democracia y de los partidos tradicionales. Estos son acusados de no haberla controlado. Claro que también los culpan de muchas otras cosas, como si los partidos nuevos, en su inexperiencia, fueran mejores. Los culpan por la creciente criminalidad. Los culpan por una economía que decepciona: para un joven es cada vez más difícil tener una casa propia y desapareció el sueño de alcanzar niveles de vida superiores a los de sus padres. Agréguense los efectos de la pandemia: inflación, la flojera que provocó quedarse en casa, las lagunas fiscales que dejó la orgía de gastos y lo impopular que es tratar de cerrarlas.
Cada vez más los partidos tradicionales han sido percibidos como blandos, indolentes y, en algunos países, francamente corruptos. Cundió en la mente de muchos la peligrosa idea de que la democracia misma es ineficiente.
En todo esto, Estados Unidos había sido el faro, el inspirador, el poderoso defensor de la democracia liberal. Su constitución, casi incambiable, aseguraba, con estricta separación de poderes, que nadie tuviera demasiado poder. Pero ha pasado algo terrible. Las arremetidas de Trump han demostrado que no hay constitución que baste. Estamos descubriendo que, para funcionar estos últimos 236 años, la de Estados Unidos tiene que haber descansado en un conjunto de valores que Trump ha pulverizado. Amor por la libertad, ética de trabajo, pragmatismo, tolerancia y patriotismo que unía a la ciudadanía, feliz y orgullosa de convivir en un país que acogía a gente tan diversa.
Increíble que un solo hombre, con personalidad devastadora, con un tipo de carisma que provoca sumisión obsequiosa, para no decir terror, entre los que lo rodean, haya logrado minar la constitución sin tener que cambiarle una coma. Agentes encapuchados del Estado detienen a gente en las calles. Los periódicos lucen tímidos porque el Presidente los puede quebrar con una demanda. Lo mismo los jueces y los abogados. Lo mismo los ciudadanos que, si critican a Trump en un lugar público, bajan la voz. Flaquea el imperio de la ley y se contagia el mundo entero porque en vez de ser su sostén, Estados Unidos lo subvierte.
Lo único que le queda a la democracia liberal es ganar elecciones. Ponerse las pilas los demócratas en Estados Unidos para las elecciones de medio término en 2026, por ejemplo. Pero desgraciadamente, no es tan fácil ganar elecciones estos días. Fatalmente, el mismo Trump instaló la idea de que en las elecciones se hacen trampas. En Texas, los republicanos se dedican a redistribuir los distritos para ganar más representantes. Hasta en nuestro país el oficialismo impone realismo mágico electoral: voto obligatorio sin multa.
¿Será que ya no habrá multa por exceso de velocidad? ¿Por lo menos para los extranjeros?
El escenario mundial se asemeja al de los 1930, cuando también se creía que las democracias habían fallado. En vez de enmendarlas con mejor democracia los extremismos ganaron. Ocasionaron 50 millones de muertos antes de que se retornara a la moderación. Que no tengamos que repetir tamaño sacrificio.