Con ocasión de participar en un homenaje a los 100 años del nacimiento de Edgardo Boeninger, el “gran arquitecto de la transición”, tuve que volver a pensar en lo que fueron esos años que definieron por largo tiempo, en forma virtuosa, nuestro futuro como país en paz, con crecimiento económico y mayor bienestar social. Hoy damos por descontado que una transición pacífica, acordada, producto del diálogo y de la creación de consensos mínimos, era una solución fácil y obvia. Pero los obstáculos parecían insoslayables: la percepción de amenaza individual y colectiva de los militares; el temor que provocaba el resurgimiento de conflictos que habían llevado a la intervención militar; el miedo al camino insurreccional del Partido Comunista; la resistencia de una parte de la derecha a cualquier cambio; el temor de los empresarios a las transformaciones al modelo de desarrollo; la oposición de parte de la izquierda a emprender un camino que aseguraba la democracia, pero no la sustitución del capitalismo, lo cual era su objetivo principal.
El país tiene una deuda de gratitud con el grupo de políticos generosos, sabios y valientes que lograron organizarse para alcanzar el tránsito pacífico a la democracia. Ellos, entendiendo que la política es el “arte de lo posible”, fueron capaces de posponer lo que seguramente eran sus primeras opciones, en aras de un bien mayor, y así, en un ambiente de polarización e incertidumbre, dieron suficientes garantías de gobernabilidad de modo de vencer el temor a las incertezas del cambio. Sin ese esfuerzo por derrotar al continuismo y a las alternativas violentistas, es muy posible que nuestro destino hubiese sido muy diferente y tal vez fatal. Y —aunque muchas veces se olvida— en ese proceso también participó esa derecha, antecesora de la que hoy llaman “derechita cobarde”, que estuvo dispuesta a entrar en el Acuerdo Nacional, negociar las reformas constitucionales necesarias y, bajo el liderazgo del entonces senador Piñera, participar activamente en la democracia de los acuerdos.
Hoy tenemos un imperativo igualmente desafiante, que es salir del activismo político extremo y de la polarización. Para ello necesitamos líderes que sepan que no hay objetivos políticos únicos, por importantes que ellos sean, en aras de los cuales se puedan sacrificar las otras legítimas aspiraciones de los demás: ni la libertad, ni la igualdad, ni el orden y tampoco la seguridad pueden ser principios únicos sobre los cuales reconstruir la totalidad de la sociedad, porque no hay una verdad absoluta inamovible, válida al margen de las circunstancias y los tiempos y, sobre todo, de la complejidad de los problemas que nos aquejan.
La verdad, por poco que guste a los “iluminados” que se vanaglorian de aplicar su principio orientador único contra vientos y mareas, en política la mayoría de las veces hay que elegir entre posibilidades que son limitadas; casi nunca se puede satisfacer la totalidad de los deseos y, en consecuencia, es preciso transar, porque el que lo quiere todo termina por sacrificarlo todo. Ello es precisamente lo que habría pasado con la reforma de pensiones si hubiesen triunfado quienes no estaban dispuestos a transar un ápice su posición.
El predominio de los activistas políticos extremos hace imposible que aquellos que difieren puedan convivir en paz. La descalificación moral, la división entre “nosotros” y “ellos” y los “buenos y “los malos” envenena nuestras relaciones sociales y permite el uso de la falsificación y de las mentiras.
Estamos frente a un desafío aún mayor hoy que hace treinta años, para asegurar gobernabilidad, convivencia en paz, seguridad, estabilidad democrática, crecimiento económico, educación, salud y el imperio de la ley. El requisito previo indispensable para ello es rendirle culto a la moderación.