En la perspectiva de una posible victoria de uno de los candidatos opositores —particularmente de José Antonio Kast—, algunas voces han expresado sus legítimos deseos de mantener sus colectividades de centroderecha al margen de ese eventual gobierno.
Pero han planteado mal el tema, porque no se trata de que este o aquel partido se integren formalmente a la futura administración. Por supuesto, cada colectividad tiene el perfecto derecho a mantener su independencia corporativa si no experimenta sintonía importante con el programa vencedor. Lo que sí es imprescindible es que se deje en libertad de acción a sus militantes, para que puedan aceptar cargos en un gobierno de unidad nacional. De lo contrario, pasarán dos cosas: se producirán importantes renuncias a esos partidos y, además, esa actitud les acarreará un notorio desprestigio. Desplegar la propia personalidad, el ego, es consustancial al liderazgo político, pero el egoísmo pasa la cuenta: te terminas quedando solo; te terminas alejando de la política; te equivocaste gravemente.
Además, ¿qué coherencia tendría una restricción como la descrita con la tantas veces requerida lista única parlamentaria? Si había sinceridad en ese anhelo, debe haber entonces unidad no solo en los apoyos de segunda vuelta, sino en la disponibilidad para que todos los militantes de los partidos de derecha y de centroderecha que quieran colaborar con el cambio profundo que va a implicar la recuperación de Chile, puedan hacerlo.
Somos afortunados en esta patria nuestra: tenemos a mano los conceptos que Diego Portales practicara y legara. Cuando ya en 1822 se refirió a las personas “modelos de virtud”, fijó la condición del servidor público. Esa, la virtud, mostró Alejandro Guzmán Brito, era “el principal resorte” para que la máquina de gobierno funcionase. Y la virtud —no solo las competencias técnicas— está presente en personas muy variadas, de partidos muy variados.
Václav Havel dejó muy en claro que quienes llegan a cargos de representación o de administración no son personas perfectas —¡obvio, pero resulta imprescindible recordarlo!— pero sí seres humanos que luchan por buenas causas desde su propia coherencia personal y que, además, entre sus defectos es conveniente que carezcan de uno: el amor por el poder, lo que los hará, decía, más libres. Es el tipo de personas que se necesitarán en el próximo gobierno; y esos individuos apoyan hoy a variados candidatos.
La presencia en tareas de Estado de personas virtuosas será aún más necesaria, si tenemos en cuenta que las izquierdas han combatido la noción y la práctica de la virtud; en concreto, de las virtudes asociadas al mérito y a la probidad. El veneno contra el mérito se inoculó en los ámbitos más formativos de la virtud: en la familia y en la educación. Divorcio, desincentivo de la natalidad, prohibición del copago, tómbola, gratuidad universitaria, todos esos y muchos otros han sido llamados a la solución fácil, a veces a la mediocridad y a una dependencia del Estado que suprime el virtuoso esfuerzo personal.
Paralelamente, todos los sucios vínculos con el dinero han contradicho la superioridad moral invocada por esas izquierdas, en la más básica de sus dimensiones: la plata de todos, por delictuales procedimientos, pasó a ser plata de unos pocos; sí, de los mismos que criticaban a los ricos. Difícil imaginar un desprestigio mayor de la “superioridad moral”, de la virtud.
O sea, que al próximo gobierno deben sumarse muy buenas personas, con trayectorias claras de honestidad, con abnegación y afanes nobles de servicio. Si suena romántico, es porque las izquierdas han logrado dañar gravemente nuestro ser nacional.