Desde hace mucho tiempo, las aguas turquesas del Caribe no veían un despliegue naval estadounidense tan robusto que no fuese un ejercicio. Con el envío de tres destructores, tres buques de asalto anfibio, un submarino y aviones de exploración aeromaritíma, el gobierno de Donald Trump ha decidido levantar un muro de acero en torno a Venezuela para forzar a Nicolás Maduro a detener el flujo de drogas que sale de su país.
Al elevar la recompensa por la cabeza del dictador venezolano a US$ 50 millones y sindicarlo como el líder de esa plataforma criminal-militar conocida como Cartel de los Soles, Washington ya había dejado en claro que situaba a Maduro en la cúspide de una pirámide de dos caras: una legal, donde se encuentra la economía basada en la exportación de petróleo —tanqueros de Chevron incluidos— y otra ilegal, donde fluye todo el tráfico de cocaína. La coincidencia es que ambas necesitan acceso al mar.
Estimaciones de inteligencia estadounidense cifran en 500 las toneladas del alcaloide al año que son exportadas producto de la colaboración o negligencia del régimen bolivariano, mientras el capítulo local de Transparencia Internacional sostiene que el valor de las actividades ilícitas con algún patrocinio estatal llegaría al 16% del PIB. Para un gobierno que reprime férreamente a la oposición y ha logrado sobrevivir 25 años, el argumento de que no controla las rutas marítimas y aéreas que se originan desde el país resulta muy poco convincente, sino inverosímil.
Si con la amenaza de aumentos de aranceles Trump forzó al gobierno de México a mejorar la vigilancia de la frontera común mediante el envío de 10.000 tropas, en el caso de Venezuela optó por desempolvar la diplomacia de las cañoneras, que no es otra cosa que la búsqueda de objetivos de política exterior con la ayuda de exhibiciones visibles de poderío naval. Una herramienta muy empleada por Estados Unidos y potencias europeas en el siglo XIX y algo menos en el siglo XX.
La diplomacia de las cañoneras, por lo demás, admite distintas modalidades. Por ejemplo, existe una “expresiva” donde los buques se despliegan para enfatizar actitudes, reforzar mensajes que de otro modo serían poco convincentes o generar un impacto psicológico. También está la “catalizadora”, donde las fuerzas navales actúan como elemento disuasivo para influir en los acontecimientos en una situación que podría volverse hostil o contraria a los intereses del Estado.
La primera parece explicar mejor, por ahora, lo que empezará a ocurrir en el Caribe —sin descartar la posibilidad de ir hacia la segunda—. Mientras es probable que aumente la intensidad de las operaciones de interdicción marítima estadounidenses, Maduro y compañía se verán obligados a perseguir el tráfico de drogas para intentar demostrar que no están tan involucrados en esa actividad.
Al parecer, las consecuencias no demoran en llegar. Dejando de lado las patadas al aire, nombramientos exprés de generales y vacías campañas de movilización nacional, la Armada venezolana anunció el martes que desplegará buques, drones y 15.000 tropas para tareas antinarcóticos y al día siguiente dio a conocer la incautación de 2,8 toneladas de cocaína. Vaya eficiencia espontánea. No deja de impresionar el cambio de actitud que unos cuantos buques estadounidenses pueden provocar sin disparar una salva.
Si bien es cierto que toda la región se vería beneficiada por el fin del régimen bolivariano y su reemplazo por un gobierno democrático, ese no parece ser el objetivo de Washington, al menos hoy —ni los medios militares son suficientes ni Venezuela es Panamá 1989—. El subsecretario de Estado, Christopher Landau, aclaró que “veremos más acciones que enviarán mensajes, pero en última instancia, el pueblo venezolano tiene que alzarse y reclamar su propia libertad”.
Queda claro, entonces, que en esta época ya no existen mares periféricos cuando las grandes potencias intentan imponer su voluntad o modificar conductas (Rusia en el mar Negro; China en el mar del Sur de China o Estados Unidos en el Caribe). Ante este escenario, las fuerzas navales, con su flexibilidad propia, que les permite provocar desde efectos benignos hasta letales, emergen como las más indicadas para la diplomacia del siglo XXI, donde para hacer creíbles los mensajes, a veces, hay que envolverlos en acero, más unos cuantos misiles e infantes de marina a bordo. Si no, es cosa de preguntarle a Maduro si tiene ganas de ir a la playa en estos días.
Juan Pablo Toro Director ejecutivo de AthenaLab