Cercanía, autenticidad, confianza: esto es lo que requiere proyectar hoy un buen candidato presidencial. Esto depende más de la biografía que de los programas; de la frescura y espontaneidad personal que de los discursos. Jeannette Jara, en tal sentido, es una muy buena candidata: origen popular, estilo cercano, espontaneidad, mensaje anclado en la justicia social. Pero, curiosamente, su candidatura no avanza.
Sus adversarios no han tenido la indulgencia que primó en la primaria oficialista. La golpean donde más le duele: en su verosimilitud, consistencia y transparencia. La acusan, tácitamente, de impostora. Para ello usan su militancia en el PC, un partido exitoso pero endogámico, que genera recelos en parte del electorado que Jara necesita conquistar. Este lastre puede terminar pasándole la cuenta.
Tras sobrevivir a la política de exterminio de la dictadura, en 1980 los comunistas dejaron de lado su tradicional estrategia pacífica e institucional y optaron por la estrategia de la “rebelión popular de masas” —incluyendo la lucha armada—, pulverizando con ello cualquier acercamiento a la DC. Lo justificaron diciendo que el 11 había confirmado que no había otra vía viable para una democracia avanzada y el socialismo. Adherían así a la tesis predominante en la órbita soviética, que les había acogido en su exilio. En paralelo, se sumaron con saña al coro orquestado por Moscú para condenar como “desviación reformista” al eurocomunismo de Berlinguer.
Los socialistas tomaron otro camino. Leyeron el 11 como prueba de la necesidad de un pacto con la Democracia Cristiana para construir esa mayoría por los cambios que la UP no supo alcanzar. Esto significó someter su ideario a una renovación radical: quebraron con el culto a la clase obrera y al partido vanguardia; tomaron distancia del socialismo real simbolizado en la experiencia soviética, y adhirieron sin condiciones a los derechos humanos y a la democracia liberal.
La izquierda chilena, en suma, tomó dos rutas. Mientras los socialistas convergían con la DC para buscar una salida política a la dictadura —sin descartar la aceptación de la Constitución de 1980—, los comunistas internaban armas para hacer de 1986 el “año decisivo”. Siguiendo el ejemplo sandinista. De hecho, el PC solo se sumó al No en 1988 tras el trágico fracaso de su estrategia, aunque igual se mantuvo al margen de una transición que calificó desde el inicio como un camaleónico intento por salvar el neoliberalismo.
El quiebre de la izquierda, como se aprecia, fue de marca mayor. La Nueva Mayoría de Bachelet fue un bálsamo, pero la bifurcación sobrevivió como memoria subterránea. Rebrotó con el estallido de 2019, que el PC interpretó como una revalidación de la vía insurreccional. De ahí su negativa al Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución, que invalidó acusándolo de buscar desmantelar un desborde popular con potencial insurreccional. Los ecos de esta lectura estuvieron muy presentes en la Convención Constitucional, donde el PC tuvo la hegemonía de facto.
Desde 1990 los comunistas se han mantenido desdoblados entre dos lealtades: la rebelión popular adoptada en 1980 y la vía democrática previa a 1973. Un partido puede hacer malabarismos y convivir con esa ambigüedad; una candidatura presidencial, sometida a un escrutinio 24/7, no. Esta tensión ha tenido un alto costo para Jara. Y ese costo no se evita con una estrategia evasiva que parece huir del debate, sino rompiendo con el ejercicio de equilibrismo al que la somete su tribu de origen.
El dilema que enfrenta hoy la candidatura de Jara recuerda al que vivió la izquierda frente a Pinochet. Sin su renovación no habría sido posible el triunfo del No, la transición y el período de progreso que siguió. Sin un quiebre de la misma magnitud, Jara no llegará a La Moneda y su candidatura quedará reducida a un acto testimonial.