Si yo tuviera que legar a mis nietos un consejo para una buena vida tendría que decirles que en el lapso de nuestra existencia se pueden lograr, siempre con esfuerzo, dedicación y trabajo, muchos éxitos académicos, profesionales y económicos que pueden ser muy satisfactorios. Pero tendría que advertirles que nada de eso es comparable a una vida donde primen el amor, la compasión, la misericordia, el perdón, la amistad y la benevolencia, junto con la capacidad de sentir el dolor ajeno, de tener empatía y saber ponerse en el lugar de otro. Les diría también que una regla de conducta ética insoslayable es no causar sufrimientos a otros y, en lo posible, hacerles el bien. Eso, y no el rencor y el resentimiento (que dañan más al que los siente que al que los recibe), es el único pasaporte a la felicidad y sobre todo a la armonía y la paz.
Muchas de estas guías de conducta aplican igualmente a la convivencia nacional. Por ello, intentaré dilucidar las formas en que estas premisas podrían inspirar a la justicia y especialmente a la relación entre crimen y castigo o, en palabras de Cesare Beccaria, entre los delitos y las penas. En su gran libro publicado en 1764, que fue citado en la Declaración de Independencia de EE.UU. y en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, argumentó, en defensa de la dignidad del individuo frente al poder punitivo del Estado, contra la tortura y la pena de muerte, por constituir, a su juicio, prácticas crueles reñidas con la justicia; y abogó por la proporcionalidad de las penas, la necesidad de legalidad y certezas, e introdujo el concepto de que el propósito esencial del castigo era prevenir nuevos delitos y no vengarse del culpable.
Por cierto, la justicia penal cumple varios objetivos legítimos, además del más importante, que es proteger a la sociedad. Ello no obsta a que las corrientes humanistas hayan intentado por siglos conciliar la justicia con la misericordia, pues no puede realmente haber justicia si no va nutrida e imbricada por la misericordia. La justicia —en Occidente, al menos— exige imparcialidad, proporcionalidad y responsabilidad. Sin ella el crimen queda impune, las víctimas en el desamparo (como ocurre hoy), se destruyen el orden social y las confianzas, y las relaciones personales pasan a estar dominadas por el miedo y el aislamiento social.
En momentos como los que vivimos, de un auge del crimen inusitado, de nuevas formas de delitos y homicidios hasta ahora desconocidos en nuestro país, urge hacer cumplir la ley y aplicar rigurosamente las sanciones pertinentes. En este contexto no es fácil abogar por una misericordia que permita la mantención de la dignidad humana, incluso para quienes han cometido actos atroces, pero es deber de quienes defienden la centralidad de la dignidad de las personas oponerse siempre a la crueldad inhumana que rebaja a quien la recibe y a quien la ejerce. Dos ejemplos de “justicia”, carentes de todo atisbo de misericordia, vienen a la mente de forma inmediata. Primero, el tratamiento de los prisioneros por parte del gobierno de Bukele (tristemente admirado por tantos en Chile), que muestra imágenes de seres humanos desnudos, rapados, hacinados, muchos de ellos sin juicios, sin legalidad ni proporcionalidad. Y más cerca de casa, e igualmente degradante y atentatorio contra la civilización, es la reclusión, tras años de prisión (y no solo en Punta Peuco), de ancianos, enfermos y víctimas de demencia, situación que ha llevado a varios de ellos al suicidio. El lema “ni olvido ni perdón”, que a menudo se aplica en forma selectiva y unilateral, impide la unidad mínima que exige una nación, mantiene las heridas abiertas, incita a grupos políticos a mantener las divisiones para lograr objetivos políticos, y transmite de generación en generación el trauma como eje central de la política.