Comienza la carrera oficial hacia la Presidencia de la República, pero una competidora ha decidido correr con sus propias reglas. En efecto, desde el comando de Jeannette Jara se ha anunciado que la candidata se desplegará por el territorio y que no acudirá a debates o a encuentros abiertos con otros postulantes.
El costo, dicen algunos, será alto para Jara; el beneficio, dicen otros, será alto para la abanderada del PC. Hay analistas para todos los gustos.
El primer daño que se causa a la democracia —esa que las izquierdas aseguran haber recuperado por su propia iniciativa— es obvio y altísimo: no se confrontan los programas alternativos y no se miden, unas frente a otras, las capacidades personales. Por mucho que ya hayan quedado en evidencia las falencias de Jeannette Jara en una y otra dimensión, en los próximos tres meses su omisión perjudicará claramente la transparencia del debate. Será la suya, ciertamente, una ausencia culpable, aunque no exista seguridad de que la pobreza de esa actitud vaya a ser sancionada electoralmente. No cabe duda que desde su comando han concluido que más vale un silencio prolongado que unas presentaciones cargadas de errores, dudas y olvidos. Eso significa que los electores tendremos que conformarnos con un ejercicio de memoria que haga presentes el 16 de noviembre esos desaciertos de julio y agosto. ¿Esa es la transparencia tan cacareada desde la vocería de gobierno?
Pero hay además una segunda consecuencia en la decisión de Jara de restarse a los debates, un efecto que resulta aún más grave para la práctica de la democracia. Es la consolidación de la mentalidad totalitaria en quienes practican esos procedimientos y los difunden como una opción válida.
Sí, mentalidad totalitaria, porque no cabe otra explicación de fondo para la decisión de Jara que el profundo desprecio a sus rivales en la contienda electoral. Esto ha sido así siempre en la mirada comunista. En la democracia que ellos llaman “formal”, los adversarios solo ocupan una de estas dos posiciones: o son enemigos o son una nulidad. Ni con unos ni con otros se dialoga, o se debate. A los enemigos se los combate; a las nulidades se las ignora. Es la ancestral convicción totalitaria de que la confrontación de los contrarios no se resuelve a través de una discusión racional, con argumentos, datos, proyectos, etc., sino mediante el enfrentamiento de voluntades.
Ya ha quedado atrás el viejo lenguaje que oponía a los proletarios contra los burgueses —aunque aparecen aún resabios bajo la forma de un pueblo que debe enfrentar a las élites—, pero no ha desaparecido la mentalidad mesiánica, componente esencial del proyecto totalitario, por anacrónico que parezca ese diseño. Por eso, la decisión de omitirse está destinada, en primer lugar, a los propios adherentes de Jara, para que reafirmen su convicción de que las así llamadas “estructuras constitucionales burguesas” siguen siendo despreciables, solo útiles como mecanismos de acceso al poder total. Además, ante la posibilidad de que el resultado en las urnas sea contrario a la opción comunista, esas mentalidades totalitarias estarán bien aceitadas para hacer una oposición intransigente y violenta. Para los comunistas, los mecanismos electorales nunca han sido obligatorios. Que los demás, pobres burgueses, quieran someterse a esas fórmulas, es problema de ellos.
Y si llega el momento en que el comando de las izquierdas cambie de opinión, y veamos a la candidata de nuevo subir a algún estrado, que no haya confusión: no será el reconocimiento del valor intrínseco que tiene la discusión racional, sino solo una decisión táctica en el contexto de la percepción del resultado electoral.