La salud de un sistema democrático depende de fuerzas que crean en el sistema, difiriendo en otros aspectos de la configuración del país. Muchas veces —especialmente en nuestro Chile— emergen en los dos polos fuerzas que intentan remolcarlo hacia concepciones y experiencias no democráticas. Ello, si se acepta la premisa básica: que democracia política es solo una, la surgida de la experiencia europea, de significación global; y que esa democracia solo alcanza un nivel relativamente respetable cuando muestra robustez social y económica: el desarrollo. No existen “democracias diferentes” o “autoritarias”, sin desconocer que los países no democráticos no constituyen una categoría única.
Inherente al sistema democrático ha sido el debate, a veces apasionado, otras lánguido, acerca de cómo se debe organizar un país. La democracia consiste en una discusión sobre sí misma. Sin esta, cae su viga maestra. Por lo mismo, es propensa a la crisis. Entre varios factores clave del andamiaje, su pervivencia depende de la lealtad inmaterial a las necesidades del sistema. Por otro lado, su dinámica proviene de un halo dramático que debe envolver a los asuntos públicos, de urgencia material y moral.
En esto existe una tensión con la que se convive, en el fondo insoluble. El consenso hace evaporarse la tensión moral, y emerge lo que es o aparece como puro juego de intereses, y los principios devienen en delgada capa de maquillaje y el drama se vuelve dramón. De ahí a la indiferencia corrosiva no existe más que un paso. Entonces viene la amenaza de los márgenes, a veces extremos y hasta extremistas, de representar un verdadero cambio y responder a lo que el pueblo o la nación realmente anhelan. Casi siempre esto conlleva un horizonte de democracia iliberal —al que también se le llama autoritarismo competitivo, eufemismo de elecciones intervenidas—; o un populismo igualitarista, o un modelo revolucionario como el totalitarismo marxista. Ha sido la historia de la democracia por casi dos siglos.
Cuando el desenlace es positivo, hay dos posibilidades. O los extremos se dejan ganar poco a poco por la dinámica del centro de las fuerzas tradicionales, esto es, centradas, es decir, capaces de sostener a la democracia y a la vez tener una personalidad política con proyectos y atractivo; o estas últimas, ante el reto de los márgenes, emergen de su sopor y saben mostrar el ardor e imaginación necesarios para renovar y vigorizar sus fórmulas políticas. Decir esto es casi lo mismo que explicar el gran dilema político del presente, donde tanta vida política muestra la más olímpica indolencia.
En efecto, nuestro panorama político principal, las elecciones y el debate sobre nuestro futuro inmediato están marcados por esta disyuntiva. En las izquierdas las fuerzas centrípetas al sistema democrático han sido subordinadas por aquellas centrífugas, que en grado menor o mayor le piden al sistema una movilización y un horizonte escasa o nulamente compatible con la salud de un Estado de derecho. En la derecha, el sector más clásico, siempre fuerte en el Chile moderno, parece un tanto arrinconado, pero nunca como su contraparte del socialismo democrático. Todavía, espero, puede recuperarse. Le falta clarificar el Chile que se quiere y por qué eso está en el mejor interés de todos los chilenos. La derecha más integrista aunque todavía no radical aparece huérfana de equipos sólidos, y solo podría ejercitar una labor fecunda, en caso de triunfar, compartiendo la gestión con la derecha clásica y sus nuevos aliados, amén de una mayoría parlamentaria. Es el dilema de Chile.