La transición económica en China —desde el país pobre y aislado que era a fines del gobierno de Mao, en los 1970s, a la potencia que es en la actualidad— es muy destacable. Lo logrado es, en muchas dimensiones, admirable, pero lo que no es admirable es la liviandad con que muchos analistas y políticos lo ponen como modelo económico a seguir para nuestro país.
Este milagro exigió recorrer un camino ripioso, desde una economía retrasada e ineficiente hasta una donde los precios de mercado cumplieran un rol. Como la apertura podía generar una gran recesión y un aumento del desempleo —en respuesta a la baja competitividad de sus empresas—, China jugó tres cartas. La primera fue reprimir el mercado laboral, manteniendo costos laborales muy bajos e imponiendo exigentes condiciones de trabajo. Para que las empresas ineficientes pudieran morir de a poco y ser reemplazadas por empresas nuevas, se ha diseñado un modelo que mantiene los salarios bajos y un intenso esquema de trabajo, que popularmente se conoce como “996” (de 9 am a 9 pm, durante 6 días a la semana). Esta lógica subiste hasta hoy, en un contexto donde el Estado de bienestar casi no existe (para Xi, es una verdadera fábrica para crear flojos), y donde los pocos beneficios sociales dependen de la provincia donde nació la persona. ¿Qué es lo más complejo que enfrentan los inversionistas chinos en Chile?, le pregunté una vez a un alto diplomático chino. Las regulaciones laborales, me contestó: demasiado rígidas.
El segundo mecanismo usado para lograr una reconversión suave ha sido una férrea represión financiera. Para financiar la transición se necesitaban muchos ahorros —intermediados por bancos estatales—, que permitieron al gobierno prestar en buenas condiciones a empresas estatales en declive, financiar sectores llamados estratégicos y también algunas empresas bien conectadas. Así, China se convirtió en el campeón mundial del bajo consumo y del bajo retorno a los ahorrantes. Esta lógica subsiste hasta hoy, lo que le permite a China no depender del ahorro externo.
La productividad también ha sido un factor, pero menos relevante de lo pensado. En los primeros años, la migración del campo a la ciudad permitió producir mucho más con la misma población, pero en los últimos 15 años, el dinamismo de la productividad ha declinado significativamente. Contrario a lo que sugieren algunos casos puntuales, la falta de impulso a la productividad es uno de los principales cuellos de botella en la actualidad. Es que el Estado no es un gran innovador ni elector de ganadores.
La fascinación que muchos tienen por la transición en China —me incluyo entre ellos— no debe opacar los inmensos costos de este sistema, por lo que sería bueno que quienes lo promueven reconozcan su inaplicabilidad en Chile. Posiblemente, un primer paso sea informarse.