“Adelántate a toda despedida,/ como si la hubieras dejado atrás/ como el invierno que se está marchando/ pues bajo los inviernos hay uno tan infinitamente invierno/ que, si lo pasas, tu corazón resistirá”. Aunque, en nuestro caso, el invierno no está terminando todavía (aunque los cerezos y aromos en flor digan lo contrario), los versos de Rainer María Rilke no dejan de ser iluminadores en estos días. Acá, en el sur de Chile, he aprendido a vivir el invierno y no desesperarme con él. En la poesía de Rilke hay toda una pedagogía para cruzar esta estación que la mayoría rehúye: nos invita a verla como una estación propicia para la introspección, el trabajo interior y para preparar la primavera.
Cada estación del año requiere un trabajo propio: estamos más ligados a la Naturaleza de lo que solemos creer. En una civilización cada vez más artificial, es muy fácil desconectarse de esos procesos y de las transformaciones silenciosas de la tierra. Para Neruda, la lluvia tenaz del sur fue su “maestra” en la infancia. Ester Matte (una de nuestras grandes poetas desconocidas) aprendió esto del viento: “huir de la permanencia/ crear un código con las leyes del viento”. Cada estación del año nos exige ciertos ejercicios espirituales específicos; y tal vez por no hacerlos, es que somos cada vez más asaltados por la ansiedad, la angustia y la depresión. A eso se refiere tal vez Rilke cuando dice que “bajo los inviernos, hay uno tan infinitamente invierno que, si lo pasas, tu corazón resistirá”. Para resistir, hay que vivir el invierno, no huir de él. Es cosa de observar los árboles, las plantas y los jardines, para darse cuenta cómo la naturaleza nos enseña estrategias para resistir.
En 1922, Rilke le envía una carta a una joven admiradora, Lisa Heise: “Cuidar mi jardín interior fue espléndido este invierno. De repente, sanar de nuevo y ser consciente que la base de mi ser tenía tiempo y espacio para seguir creciendo, y de mi corazón surgió una luminosidad que no había sentido con tanta fuerza en mucho tiempo”. Como se ve, para Rilke el invierno no es una estación estéril, sino un momento de sobreabundancia interior. Porque el invierno es un tiempo de espera, espera que hemos perdido en nuestra época vertiginosa, en que somos prisioneros del inmediatismo. ¿Quién espera? Si no sabemos esperar, no habrá primavera posible. El invierno nos enseña a esperar. Y la espera —al contrario de lo que se cree— no es una actividad pasiva, requiere un temple y una fuerza interior muy grandes: es una actividad en la que se despliegan una serie de energías y disposiciones que solo poseen los grandes guerreros, los guerreros del espíritu. El que mete las manos en la tierra sabe lo que es esperar. En la educación, en la familia, todos debiéramos ponernos en “modo invierno”, predisponernos a cultivar en nuestro jardín interior (tan abandonado) las flores del consuelo, los gérmenes de la esperanza escondida, tan necesaria en estos días.
Tal vez el libro más personal del filósofo alemán de origen coreano Byung Chul Han sea “Loa a la tierra: un viaje al jardín”. En uno de sus capítulos, se detiene en su amado jardín de invierno en Berlín; ese jardín le entrega “ser y tiempo”. Y sobre la mano del jardinero, dice: “es una mano amorosa que espera, paciente. Toca lo que todavía no existe. Custodia la lejanía. En eso consiste su dicha”. En invierno, debemos aprender a “cultivar lejanías” en nuestro jardín, para ser, también, jardineros de nuestro otro jardín, el interior, como Rilke. Ambas jardinerías están íntimamente unidas. Hay mucho trabajo fino por hacer, mucha poda, mucha custodia y cuidado de lo propio. Y, sobre todo, darse cuenta de que ese “invierno más infinitamente invierno” (¿angustia?, ¿crisis personal?) requiere tanto trabajo dedicado como el del jardín. No dejemos pasar la oportunidad que nos da este invierno. Resistamos y acunemos. ¡Adelántate a toda despedida!