El barrio Lastarria acaba de perder a su poeta, Marcelo Jarpa, más conocido como “el poeta del parque”, por el Parque Forestal, por donde este hombre niño, de mirada transparente y trato amable, caminó y fue decantando las “Meditaciones del Parque”, un poemario en prosa que fue presentado —con el autor presente— dos días antes de morir.
Para un poeta, un libro es como un hijo, un hijo frágil que nace en un mundo grosero y hostil. El poeta del parque estaba dichoso el día del lanzamiento. “Cuando nace un libro de poemas, el sol y la luna se aman más”, dice una dedicatoria que me hizo de otro libro suyo. Marcelo Jarpa vio a su hijo (el libro) circular de mano en mano, ya separado de su autor, y pocas horas después expiraba, con una sonrisa en los labios. Los poetas que como él respiran poesía, cuando mueren, se convierten en estrellas. Sobre todo los poetas bondadosos como Jarpa: sé que la palabra “bondadoso” puede provocar muecas de escepticismo en un mundo “cool”, pero no hay otro adjetivo mejor para describir a este hombre, cuya edad era indefinible y que solo emanaba cordialidad y luz a su paso. “Ser buen poeta es ser buena gente”, le escuché decir una vez a otro poeta con luz propia, Diego Maquieira.
Conocí a Marcelo Jarpa hace unos veinte años, cuando éramos vecinos en ese “axis mundi” del Parque Forestal y el Barrio Lastarria y el Cerro Santa Lucía, por donde se podía caminar sin miedo en la noche, un barrio que en ese entonces parecía vivir una suerte de renacimiento y que sería, después de octubre del 2019, quemado y vandalizado. El poeta del parque fue de los que resistieron y permanecieron fieles a su barrio. Y sufrió mucho cuando los “demonios” quemaron la emblemática iglesia de la Veracruz, donde él iba a rezar. Alguien se cruzó con Marcelo Jarpa en uno de los peores días del “estallido”, entre el olor de las bombas lacrimógenas y de los incendios, y le preguntó: “Y, tú, Marcelo, ¿qué piensas de todo esto?”. El poeta lo miró —con una mirada de niño en cuerpo de un hombre mayor— y le contestó: “Yo no pienso, yo solo rezo”. Marcelo era bombero, pero no radical y masón, como reza el dicho, sino católico, con una fe de carbonero, pero una fe dulcificada, porque el poeta del parque todo lo dulcificaba. Escribía sus libros de poemas a mano (como un monje amanuense) y escribía cartas también a mano, era el último hombre que escribía cartas. Recibí muchas de él. Me las venía a dejar personalmente a mi casa. En una de ellas, el encabezado dice “barrio Lastarria, zona cero…” y se lamenta de los primeras líneas que están destruyendo su barrio y dice: “Son mis enemigos por quienes rezo y a los cuales bendigo, mientras no se arrepientan no entrarán en mi descanso”, concluye con una frase de la Biblia.
De ellos no se ha escuchado un arrepentimiento por el daño que hicieron a la ciudad, pero el poeta del parque sí debe haber entrado en el descanso y regazo de Dios. Así como Marcelo acunó sus poemas, Dios debe estar acunándolo a él. “Por eso, ser sincero es ser potente/ de desnuda que está brilla la estrella/ en el alma de cristal que fluye de ella”: esos versos de Darío están en una fuente del Parque Forestal por donde Jarpa caminaba. Parecen escritos para él. Transparencia, ternura, bondad poética: esas palabras me nace decir de este poeta que fue alumno de mi taller de literatura por varias décadas: era el primero que llegaba, siempre con una sonrisa y la gratitud en los labios, siempre regalándonos un poema de su cosecha, “un pan fresco, un cesto de mimbre”, como diría Teillier, una panera (título de un bello poema suyo). Lo veo venir caminando con un cuaderno bajo el brazo, atento a recoger la belleza de un jacarandá, el vuelo de una tórtola o la más “mínima brisa”. Caminaba en danza con el mundo, demorándose. Salvo en este poema, cuando dice: “menos mal /que pasa la hora/ para acercarse a la Eternidad”. Por eso, creo que Marcelo Jarpa, igual que Alberto Rojas Jiménez, el joven poeta amigo de Neruda, “viene volando”…