En días pasados, Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía, estuvo en Chile para alertar, globalmente, acerca de que “la libertad está en peligro”, y eso porque la democracia también lo está. Si la democracia es liberal, lo es porque hace ya tiempo asumió un compromiso con las libertades modernas y no únicamente con la libertad de iniciativa económica que muchas veces se lleva hasta el extremo de cancelar todas las demás libertades, como ocurrió entre 1973 y 1990.
El último libro de Stiglitz, de 2024, con traducción del presente año, lleva un título bien indicativo de adónde van los tiros del economista norteamericano: “Camino de libertad. La economía y la buena sociedad”.
La primera parte de ese título se opone a “Camino de servidumbre”, el conocido libro de Hayek, uno de los más notorios padres del neoliberalismo que empezó a imponerse, otra vez mundialmente, a partir de los 70 del siglo pasado. De hecho, Stiglitz analiza críticamente la doctrina neoliberal, tanto en su versión teórica como en sus aplicaciones prácticas, entendiendo por ella algo más que un simple recetario de medidas económicas. “Neoliberalismo” no es solo una palabra molesta para muchos, e incluso denostada, sino, todo lo contrario, un término que se puede utilizar descriptivamente, puesto que, y a diferencia de nuestros neoliberales criollos, lo habitual ha sido afirmar, una y otra vez, que el neoliberalismo no existe, que se trata solo de una mala palabra para atacar al liberalismo en su conjunto.
Sin embargo, el neoliberalismo existe y echó raíces a finales de los años 30 del siglo pasado, tomando todavía más fuerza con la fundación de la Sociedad Mont Pelerin. Es raro que una doctrina y una suma de prácticas políticas, económicas y sociales, que por décadas ha sido difundida y apoyada por muchos partidarios y gobiernos del mundo, sea considerada por aquellos y estos, y en algún momento también por socialdemócratas y socialcristianos, como un invento, desconociendo la realidad y la abundante bibliografía tanto pro como contra el neoliberalismo. Una explicación de tan desconcertante fenómeno es el desconocimiento de la historia del liberalismo, y otra proviene del hecho de que sectores socialdemócratas y socialcristianos, mientras estuvieron en alguno de los gobiernos de ese signo, terminaron adoptando sin reconocerlo, pero con visible entusiasmo, varias lógicas neoliberales contrarias a la promoción de los derechos sociales y el Estado de bienestar. Capitularon ante lógicas neoliberales y, lo mismo que sus partidarios de siempre, negaron que esas lógicas existieran y que estuvieran aplicándolas sectores que se consideraban progresistas.
Pero Stiglitz no solo dispara contra el pianista neoliberal y sus muchos e inesperados acompañantes, sino que hace una opción por lo que él llama “capitalismo progresista”, basado en la cooperación más que en la competencia y en el bien común que en la riqueza privada, mostrándose también partidario de la “socialdemocracia” de nuestros días. Sin embargo, es difícil aceptar la blandura de la palabra “progresista”, así como el hecho de que la socialdemocracia haya ido no solo vaciándose del contenido que tuvo alguna vez, para acabar licuándose en un compuesto no de socialdemocracia y liberalismo, sino en uno en que los ingredientes han sido socialdemocracia y neoliberalismo.
Aunque en esos términos algo imprecisos, Stiglitz aboga para el presente y futuro de una buena sociedad por un conjunto de libertades que se pregunten por cuál es el sistema económico, político y social que contribuya a ese valor en la mayoría de los ciudadanos.