El conflicto permanente es, y ha sido siempre, parte de la convivencia humana. Ciertamente ello es más intenso en una sociedad plural que aspira a que las personas y grupos puedan perseguir libremente su propia visión de lo justo y de la “vida buena”. Mas aún en la era actual, en la cual parecen no existir ciudadanos, miembros de una nación con derechos universales, iguales ante la ley, con propósitos compartidos; y, por el contrario, priman los tiempos de las “identidades” grupales enfrentadas en disputas y pugnas que parecen irreconciliables: mujeres y hombres, diversidades sexuales, chilenos y pueblos originarios, blancos y negros, y ahora, “los de arriba y los de abajo”, “pueblo y élite”.
Pues bien, la democracia liberal representativa ofrece los mecanismos para resolver en forma pacífica estas disputas. Pero, ¿qué sucede cuando una proporción significativa de la población desprecia estos instrumentos por considerarlos meros mecanismos burgueses formales que solo son un instrumento que oculta un sistema de opresión? ¿Y, peor todavía, cuando aquellos que supuestamente sí adhieren a la democracia liberal representativa no temen entregar el poder a quienes, por doctrina explícita, pueden destruirla?
Tal vez convenga reflexionar sobre los márgenes del disenso aceptables —sobre todo respecto a las reglas del juego— para mantener la paz en la resolución de nuestras disputas. La tarea no es fácil cuando lo que actualmente tenemos es una incapacidad creciente para concordar reglas comunes mínimas, lo cual fue ampliamente comprobado por los dos procesos constitucionales fallidos: uno, por su propósito radical de refundación para imponer una democracia “popular”; el otro, por la intransigencia y la insistencia en incluir como parte de la Constitución materias que son propias de la deliberación democrática. A mayor abundamiento, los dos candidatos a la Presidencia que según las encuestas actuales parecen mejor posicionados, representan precisamente la falta de disposición para llegar a acuerdos, por creer cada uno ser depositario de una verdad única intransable.
En el Congreso hemos visto cómo grupos, en ambos lados, no han trepidado en saltarse las normas constitucionales que juraron respetar para lograr sus propósitos, muchas veces populistas y de corto plazo. Y nos divide también algo tan básico como cuál es el uso legítimo de la violencia como método de acción política. En definitiva, prevalece una disposición a justificar todos los medios para lograr los propios objetivos, y ello incluye prescindir de las instituciones y los procedimientos democráticos. Todo esto, por cierto, contribuye a denigrar el tono del debate público, donde priman la hostilidad y la retórica odiosa, y desaparece cualquier atisbo de la amistad cívica necesaria para que la democracia funcione.
¿Cuán grave es y cómo nos afecta esta polarización extrema? Evidentemente, la primera consecuencia negativa es el debilitamiento de la gobernabilidad, pues los desacuerdos extremos dificultan las conversaciones, transacciones y negociaciones para llegar a los entendimientos indispensables para salir del pantano del estancamiento, la pobreza creciente y el control criminal que nos asuelan. El retorno a la política de suma-cero conduce a los grupos extremos a creer que cualquier concesión es una traición o una derrota.
En este sentido, tengo el convencimiento de que un eje central de la campaña electoral y la pregunta crucial que los electores deberían responder es: ¿Quiere Ud. un país que recupere la capacidad de lograr acuerdos, diálogos, entendimiento, resolución pacífica de las diferencias y que volvamos a ser adversarios y no enemigos, o bien prefiere continuar con la confrontación permanente y la consecuente parálisis, hasta que un sector aplaste al otro?