A un mes de la inscripción de las candidaturas, el ambiente de campaña informal presenta los rasgos habituales de estas situaciones: acusaciones cruzadas entre los candidatos, incertidumbre en la conformación de las listas y de los equipos, volatilidad en los resultados de las encuestas, confrontación en el plano de las propuestas.
Es la democracia, que la llaman, con todas sus virtudes y con todos sus perfectibles defectos (los defectos son de las personas, obviamente). Nada de qué escandalizarse, porque nuestra progresiva apertura al sufragio universal ha permitido esas virtudes y esos defectos, características de las que ya debiéramos estar perfectamente conscientes. Es cierto que cada nueva generación que entra en la confrontación electoral puede legítimamente sorprenderse de las barbaridades que a veces se practican en estas contiendas, pero no son los más inexpertos los que se escandalizan, sino, más bien, los mayores. Los “déjense de pelear”, “únanse”, “hasta cuándo arriesgan la victoria”, salen de los labios de quienes han vivido muchas veces situaciones similares. Hay, por lo tanto, en sus quejas, una dimensión positiva, ya que la experiencia les recuerda los perjuicios de las divisiones —la presidencial de 1946 sigue apareciendo como si fuera ayer— y, por otra, una curiosa claudicación: en vez de ayudar a eliminar los defectos en que se incurre, prefieren manifestarse con otra consabida locución: “votaré nulo, como castigo a estas peleas”, dichosa tontería que no hace sino sumar un nuevo defecto a los anteriores.
Defectos. El primero, y el más importante, son las agresiones orales o escritas hacia las personas de otros candidatos. Un defecto aumentado si quien es atacado responde con un “pepito paga doble”, y rechaza la ofensa con otra de calibre aún mayor. Gran virtud es la del candidato que calla, deja que la ofensa recibida muestre toda su bajeza por sí sola, y se dedica positivamente a desplegar sus propuestas.
Pero, en ese plano, en el de las propuestas, aparece un segundo defecto, de doble dimensión. Por una parte, la vaguedad de lo que se propone (“nos haremos cargo del crecimiento”, “enfrentaremos la inseguridad”, “la probidad será una prioridad”, afirmaciones todas que, si no tienen sus bajadas concretas, son absolutamente inconducentes) y, por otra, la incapacidad de confrontar con argumentos teóricos y apoyos numéricos las proposiciones de los demás, actitud que impide mejorar el propio programa y mostrar la superioridad respecto de los competidores.
Al lado de esos defectos, es virtud propia del sistema democrático el tomarse el tiempo necesario para conformar listas y equipos. Quien pretende que no se aprovechen las instancias negociadoras hasta el último momento, ignora la dinámica propia de los procesos electorales: hay que calcular, hay que afirmar la propia posición; finalmente, en algo hay que transar. El “pónganse de acuerdo, ya”, revela una mentalidad tan autoritaria como pasiva. “Háganme caso, porque es lo que yo necesito”, suele ser la exigencia de fondo de quienes no están dispuestos a que se busquen con paciencia los mejores ajustes, sino que exigen “unidad, ahora, ya”, como si la unidad fuera el bien supremo. Es como la crítica desde el cómodo sillón de la sala de estar al épico ciclismo de ruta.
Y también es una virtud del sistema democrático el que las encuestas nos muestren alzas y bajas… y alzas y bajas. Hay que saber usarlas con prudencia, pero jamás utilizarlas como armas para exigir un “bájate” o un “negocia”, porque son las personas implicadas en esas encuestas las que en conciencia deben tomar las decisiones más patrióticas.