Ante el naufragio, al menos por ahora, del Socialismo Democrático, con una brillante cohorte de clase política, cual caciques sin indios, cae una particular responsabilidad a la derecha clásica. En analogía, a esta le ha surgido el desafío de una derecha quizá no extrema, pero que sí extrae vigor de la intransigencia.
La derecha moderna tuvo su nadir en marzo de 1965, cuando quedó con poco más del 10% del electorado y no eligió ningún senador. A la inversa, hubo una ocasión en que todo parecía salir de boca. En 1946 la situación mostró una semejanza con la actual, con dos candidatos de derecha. Entre ambos obtuvieron el 55% de los votos, pero, divididos, le dieron el triunfo a Gabriel González, de la centroizquierda.
Ahora parece no haber remedio. Como que los dados están echados. Incluso sería imposible una mayoría parlamentaria que la derecha debiera obtener, pero jamás lo hará si va en dos listas. Cualquiera de los dos candidatos de derecha que gane tendría en contra a un enconado Parlamento. Sabemos cómo funciona. Si gana la candidatura de la izquierda, quizás no sería otra Unidad Popular o una Convención, pero tozudamente empujaría en esa dirección u horizonte, con un parlamento obsecuente. Está en su sangre.
A tenor de las encuestas, entre las dos derechas los favores han sido cambiantes, confirmando que en este mundo son los dioses griegos los que la llevan. Porque toda vida político-partidista, que prácticamente siempre sostiene a un sistema democrático, tiende a caer en el conformismo y la parálisis, y porque existían sentimientos reprimidos que no sabían cómo expresarse, en Chile, como en otras partes, surgió una derecha integrista. No me atrevería a llamarla radical o extremista porque no juega con la acción directa ni sería un cambio tan abrupto. Kast y los suyos ni siquiera emergieron como un polo contrarrevolucionario durante el Estallido, lo que hubiese sido lógico y hasta legítimo.
La derecha clásica, con Evelyn Matthei, tiene una doble tarea. Por una parte, operar de manera de incorporar a sus aguas a la nueva derecha, al modo como a veces la izquierda radical se suma al proceso democrático orientándose a la socialdemocracia; por la otra, asumiendo algunas de las metas de esta nueva derecha, como la seguridad con medidas duras en el marco del Estado de derecho, la certeza en un desarrollo continuo del Estado social en consonancia con el desempeño económico (en esto no es clara la derecha integrista). A ambas derechas les falta señalar —con honestidad y que no sea postiza, lo que sería fácilmente detectable— que no solo les importan fines tangibles, sino que representan una forma acogedora en responder a la antigua inquietud de por qué estamos juntos en un país, por qué somos de una misma familia incluyendo a los que arriban y se adaptan a nosotros, y hacemos lo mismo ante los incesantes desafíos de la historia: que venimos de un pasado y vamos a un futuro. De eso se trata el presente, comunidad de los vivos, los muertos y los que están por nacer, según una célebre definición. No se trata de predicar una filosofía de la historia, sino de recordar que todos nos jugamos mucho al decidir nuestro destino, y que nos identificamos gracias a que vivimos y somos carne de un mismo país.
Por lo demás, la derecha clásica presenta una candidata sobresaliente, la única de los tres con posibilidades que ha demostrado de sobra, desde múltiples posiciones públicas, su capacidad de gestionar el Estado, y la única que hasta ahora cuenta con el apoyo de equipos con credibilidad, sin los cuales naufraga todo gobierno. Mostrar este patrimonio en la campaña electoral es el desafío del momento.