Tras la derrota de Carolina Tohá, mi espíritu de sepulturero me llevó a declarar que el socialismo democrático, ahora sí, ha muerto. Pero aún es tiempo de rectificar. Tratándose de una corriente tan importante para la viabilidad de la izquierda y la estabilidad del país, más vale no desconectarla todavía del ventilador mecánico. Eso sí, no puede seguir sobreviviendo a punta de analgésicos y paliativos. Es hora de someterla a un tratamiento de shock.
Tohá era la mejor candidata a la que esta corriente histórica podía aspirar. Los debates los ganó todos por conocimiento, experiencia y aplomo. Pero esto valió poco para recuperar el alma de un electorado escéptico y aletargado. Faltó un sueño que los inspirara y movilizara; algo que no nace de un Comité Central ni de un grupo de creativos. Es una energía vital, misteriosa, subterránea, que a Tohá le faltó y que Jara, en cambio, irradiaba sin esfuerzo.
“Así como una vez les tocó a los socialistas con Lagos, a las mujeres y víctimas del pinochetismo con Bachelet, y a los jóvenes idealistas con Boric, ahora nos toca a nosotros: a los de Conchalí, a los del pueblo llano, a los que hemos salido adelante por nuestro propio esfuerzo, a los que pusimos el corazón en el estallido y a quienes se nos dio por muertos tras el fracaso de la Convención”.
Ese fue el espacio emocional que Jara supo ocupar. Apeló a una suerte de retorno de lo reprimido; a lo mismo que en su día dio origen a la Lista del Pueblo, pero ahora con buenos modales y disciplina comunista. Su personalidad ayudó, por cierto, pero solo en la medida en que encarnó ese mensaje; un mensaje que logró galvanizar en torno a sí a un ejército de misioneros incondicionales, dispuestos a sacrificarse —y hasta a humillarse— por el triunfo de alguien en quien se expresaba su propia dignidad.
Tohá apeló al votante racional y politizado, ese que busca justicia con crecimiento y cambio con orden, solo para constatar con desazón que ese electorado ya no existe. Sus partidos, por su parte, optaron por resguardar sus cuotas de poder antes que volver a soñar con tomarse la Bastilla. Las propuestas programáticas fueron concebidas con el rigor propio de quien conoce la administración pública, pero carecieron del filo necesario para conquistar el alma de los votantes. Y su comunicación, correcta y profesional, nunca logró captar la atención.
En suma, la primaria confirmó que la vieja izquierda no comunista, más allá de la nostalgia de un pequeño grupo ya envejecido, no suscita una identidad emocional. Tiene buenas ideas, pero estas ya forman parte del paisaje. Ampara a un valioso contingente de congresistas, alcaldes y aspirantes a cargos públicos, pero no logra que subordinen sus intereses personales a una causa común. Posee un doctorado en gobernabilidad —como lo demostró al integrarse al gobierno actual—, pero no consigue votos.
¿Todo comenzó cuando Lagos fue desplazado por Guillier? ¿Cuando se prefirió perder con Frei que intentar ganar con el propio Lagos? ¿Cuando sus herederos naturales optaron por seguir su propia ruta? ¿Cuando se descartó la fusión PS-PPD? Da lo mismo. Como en tantas otras partes del mundo, la tradición y las ideas socialdemócratas simplemente no han sabido encontrar su lugar en las sociedades del siglo XXI.
Si el socialismo democrático quiere seguir jugando un papel relevante en la izquierda y en el país, deberá emprender una profunda renovación. Lo mismo cabe decir de la nueva izquierda del Frente Amplio, cuyos resultados en la primaria fueron aún más calamitosos, con una candidatura que se presentó como una pantomima de sí misma, como si sus años en el poder hubiesen pasado en vano.
La renovación de la izquierda no comunista, por tanto, solo podrá surgir de un diálogo real y una convergencia entre el tronco histórico socialista y las fuerzas emergentes que intentaron sustituirlo, tal como fue en los años ochenta del siglo pasado. Y nadie mejor para impulsar este proyecto que una dupla ya probada en la adversidad: Boric-Tohá.