Tan importante como quién triunfe en las elecciones presidenciales de este año será la conducta de aquellos que resulten derrotados.
La reflexión está lejos de ser extemporánea por dos razones. Primero, por la probabilidad de que se produzca la alternancia en el poder. Segundo, por la nueva correlación de fuerzas en el campo oficialista.
Y es que el comportamiento y discurso en el pasado reciente de algunas fuerzas políticas sugiere una confusión conceptual sobre las tácticas y estrategias opositoras que están dentro de los márgenes aceptables del juego democrático.
En las democracias representativas, la oposición política al gobierno de turno cumple una función clave. El politólogo italiano Gianfranco Pasquino (1997) realzaba su importancia al decir que “bien equipada, mejora la calidad de la democracia, aun cuando no alcanza a llegar al gobierno, pero persiste en candidatearse para él a través de su actividad de control y orientación, de propuesta y de crítica”.
Quienes pierden las elecciones deben ser leales con el régimen pluralista. Eso no quiere decir que sean obsecuentes con el Ejecutivo. Deben controlarlo, fiscalizarlo y confrontarlo respecto de aquellas políticas que se considere que vayan en detrimento de los ciudadanos. En un caso extremo, los opositores incluso podrían votar en contra de todas las iniciativas legislativas o reformas que proponga un Presidente.
En simple, la oposición leal confronta y se opone al gobierno, pero adhiere a las reglas democráticas a todo evento. Y lo hace porque reconoce el derecho de sus adversarios políticos a gobernar si esa es la voluntad popular. Todo lo que excede ese comportamiento se entiende como deslealtad.
Una oposición leal se caracteriza por un compromiso irrestricto con las elecciones como único medio para transformarse en gobierno. Por eso, rechazan de manera clara el uso de medios violentos e incluso “la retórica de la violencia para movilizar apoyo para conseguir el poder”, como advertía también desde la ciencia política Juan Linz (1987).
La conducta y los discursos enarbolados por una parte no menor de la oposición en Chile hace algunos pocos años sugiere que, al menos en ese momento, no tenían una valoración profunda de las implicancias del mandato electoral.
La socialización política en los colectivos y la agenda de radicalizar la democracia quizás explican parte de la confusión en el caso de conglomerados políticos de reciente formación. En otro caso específico, se observa históricamente un desdén hacia lo que se consideraba (nada indica que eso haya cambiado) como democracia burguesa. Ahora, independientemente de cuál sea el incentivo, cuando un partido o bloque político estima que una administración electa ve caducado su derecho a gobernar “por la vía de los hechos”, se estaría intentando imponer un curso alternativo a la voluntad popular.
Si no existe claridad sobre lo que una democracia permite a las oposiciones y lo que no, el proceso político chileno se asemejará cada vez más a un juego de “suma cero”. Y es que como lo demuestra la experiencia comparada, la ambivalencia o desprecio por el pluralismo no surge solamente desde un extremo del sistema de partidos: puede aparecer por la izquierda o la derecha, o bien ser una característica de outsiders redentores tan típicos en la política latinoamericana.
En el contexto de una dictadura, una oposición se opone al ejercicio arbitrario y opresivo del poder estatal y persigue una transición o cambio de régimen. A diferencia de los autoritarismos, en una democracia representativa como la que tenemos en Chile hace décadas, quienes no forman parte del gobierno tienen un lugar fundamental en el sistema político. Sin embargo, si no ejercen su papel con responsabilidad, pueden contribuir a la erosión de la democracia.
Como señalaba Pasquino, la oposición bien equipada persiste en llegar al gobierno. Pero no todo vale en ese empeño. Jugar limpio es el único camino para preservar una sociedad libre y pluralista donde el acceso al poder se base en la competencia y donde una vez contados los votos, el mandato electoral sea respetado.
Andrés Dockendorff
Instituto de Estudios Internacionales Universidad de Chile