En 1933, Friedrich von Hayek, economista y filósofo austríaco que décadas más tarde ganaría el Premio Nobel de Economía, escribiría un memorándum dirigido al entonces director de la London School of Economics (LSE), lord William Beveridge. El documento llevaba por título “Nazi-socialismo” y su objetivo era educar a Beveridge y luego a la comunidad intelectual británica sobre la identidad ideológica entre nazismo y comunismo.
Hayek, que era profesor en LSE, observaba desconcertado cómo el mito de que el nazismo era una reacción capitalista en contra del comunismo era repetido en círculos académicos afines a la izquierda, en circunstancias de que era una ideología tan anticapitalista y totalitaria como el comunismo. Los nazis, dijo Hayek, solo habían debido aplicar “las enseñanzas de Marx sobre condicionamiento de clase de la naturaleza de nuestro pensamiento, respecto a la diferencia entre la lógica burguesa y la lógica proletaria a otros grupos sociales tales como las naciones y las razas” para desarrollar sus armas. En otras palabras, tanto nazis como comunistas eran, según Hayek, herederos de Marx.
Pero la identidad iba más allá. El programa del partido nazi, advirtió Hayek, era anticapitalista y antiliberal a tal punto que la revolución comunista había ocurrido ya en Alemania: “El pánico ante el comunismo ruso ha empujado al pueblo alemán inconscientemente a algo que difiere del comunismo en poco, salvo en el nombre. Es más que probable que el significado real de la revolución alemana sea que la largamente temida expansión del comunismo en el corazón de Europa ya ha tenido lugar, pero no se reconoce porque las semejanzas fundamentales en métodos e ideas quedan ocultas por las diferencias en fraseología y en los grupos privilegiados”. Dicho de otro modo, bajo los nazis, la doctrina comunista ya había triunfado.
La propaganda de izquierda según la cual el comunismo es el opuesto al nazismo dada su inclinación capitalista generaría también una fuerte reacción de uno de los maestros de Hayek, el economista austríaco Ludwig von Mises. En una carta a The New York Times de 1942, Mises resumiría el modelo económico nazi de este modo: “El modelo alemán de socialismo se caracteriza por mantener, aunque solo nominalmente, algunas instituciones del capitalismo. El trabajo, por supuesto, ya no es una ‘mercancía'; el mercado laboral ha sido abolido solemnemente; el gobierno fija los salarios y asigna a cada trabajador el lugar donde debe trabajar. La propiedad privada ha permanecido nominalmente intacta. Sin embargo, en la práctica, los antiguos empresarios han sido reducidos a la condición de gerentes de tienda. El gobierno les dice qué y cómo producir, a qué precios y a quién comprar, a qué precios y a quién vender. Las empresas pueden protestar contra mandatos inoportunos, pero la decisión final recae en las autoridades. (…) El intercambio mercantil y el emprendimiento son, por lo tanto, solo una farsa. El gobierno, no las demandas de los consumidores, dirige la producción; el gobierno, no el mercado, fija los ingresos y gastos de cada individuo. Este es el socialismo con la apariencia externa del capitalismo: planificación integral y control total de todas las actividades económicas por parte del gobierno”.
El carácter socialista de la economía nazi sería también reconocido por el intelectual marxista y miembro de la escuela de Frankfurt, Friedrich Pollock, en 1941. Pollock afirmaría que “el nazismo debería describirse como la destrucción de todos los rasgos esenciales de la propiedad privada”. Esto era algo que el mismo Hitler se enorgullecía de repetir. En 1941 declaró que “un uso sensato de los poderes de una nación solo puede lograrse con una economía planificada centralmente”. Y en 1942 sostendría que “los industriales que no quieran someterse a las directivas que emitimos tendrán que perder sus plantas sin importar si luego se arruinarán económicamente”. El mismo año afirmaba que el éxito nazi se debía a que “la dirección de la economía se había vuelto gradualmente más controlada por el Estado”. Solo así, añadió Hitler, había sido posible “imponer el objetivo nacional general contra los intereses de grupos individuales”, concluyendo que “incluso después de la guerra, no podríamos renunciar al control estatal de la economía, porque entonces cada grupo de interés pensaría exclusivamente en el cumplimiento de sus deseos”.
Para Hitler, Stalin era un “genio” al que había que tenerle “un respeto incondicional”, pues “su planificación económica” era “tan abarcadora que solo la supera nuestro propio Plan Cuatrienal”. Hitler insistía, además, en que los intereses del colectivo debían ser anteriores a los del individuo y que el Estado debía ser una gigantesca red de asistencia social que permitiera la construcción de un orden “socialmente justo”.
Todo el análisis anterior es relevante porque, si bien pocas personas intelectualmente honestas discutirían el carácter totalitario y genocida de las ideologías nazi y comunista, hasta el día de hoy muchos pretenden salvar la cara del comunismo sosteniendo que el nazismo, que tiene peor prensa precisamente debido a la propaganda a su favor, era capitalista.
La verdad, como enseña la historia, es que Hayek y Mises tenían razón cuando afirmaron que los nazis eran esencialmente comunistas disfrazados. Lo increíble es que existan personas que, sin ser comunistas, pretendan defender hoy al comunismo como si no fuera casi lo mismo que defender al nazismo.