Jonathan Haidt se ha preguntado en su libro “La mente de los justos” por qué la política y la religión dividen a la gente sensata. Yo quisiera hoy divagar acerca de una de las razones por las cuales personas buenas y bien intencionadas optan por el socialismo, mientras que otras, igualmente buenas, piensan que la búsqueda de la igualdad absoluta, que es esencial al socialismo, crea nuevas y peores desigualdades y termina por hipotecar la libertad; y, tratando de alcanzar el bienestar universal, sume a los pueblos en el estancamiento y la pobreza.

Subyacente al socialismo y al liberalismo democrático subyacen filosofías diametralmente opuestas respecto de la justicia. En la primera, para que haya justicia social debe existir igualdad en las condiciones materiales de todos; en la otra, no habría justicia cuando no existe la posibilidad de que cada ser humano pueda desarrollar la totalidad de sus potenciales, aunque ello lleve a rendimientos desiguales.

La propuesta socialista, en todas sus vertientes, nace de un concepto de la naturaleza humana y un razonamiento de cómo funciona el mundo muy diferentes al concepto liberal democrático. En definitiva, se sustenta en la creencia de que no existe constricción alguna en la naturaleza humana que pueda impedir su perfección indefinida, a través de cambios en las estructuras organizativas de la sociedad, pues son las instituciones existentes, las tradiciones, los gobernantes, los responsables de los males y vicios existentes. Rousseau fue el primero en enseñar que las imperfecciones de la organización social y de los gobiernos eran la fuente perenne de los vicios de la humanidad; para él, la naturaleza humana en sus orígenes no tenía limitaciones, pero había sido corrompida por las estructuras sociales y especialmente por la propiedad privada. En otras palabras, si el hombre ha sido “hecho” por la costumbre, si existe una naturaleza original incorrupta, obviamente puede ser “rehecho” por un cambio en las condiciones de la sociedad donde vive. Es más, si la propiedad es la causa de la desigualdad, es cuestión de abolirla.

En suma, el socialismo piensa que no existen diferencias iniciales naturales entre los seres humanos y, si las hubiere, ellas pueden ser erradicadas o mitigadas en forma importante a través de la ingeniería social. Yo, por el contrario, tengo la convicción de que no hay forma ni política alguna que pudiera igualarme a Mozart o a Einstein y que, por lo tanto, la única manera en que pudiéramos ser iguales sería “quitándoles los patines” a ellos, impidiendo coercitivamente que uno compusiera y el otro pensara y que, por cierto, la humanidad sería infinitamente más pobre en esa igualdad.

Lo que sí es injusto es que el potencial y las dotes de cada uno no puedan desarrollarse por falta de oportunidades, esencialmente a través de la educación, sin la cual los talentos, por extraordinarios que ellos puedan ser, se pasman. Por eso, no habrá justicia mientras haya personas ejerciendo funciones muy inferiores a sus capacidades naturales, simplemente porque no tuvieron la posibilidad de desarrollarlas.

En definitiva, la filosofía liberal democrática tiene conciencia de las limitaciones morales del ser humano —ángeles y demonios que somos— que no son fáciles de modificar y ello necesariamente impone restricciones a la acción política y exige límites y contrapesos a quienes ejercen el poder, por cuanto participan de esa misma naturaleza humana imperfecta, y no son mejores ni más virtuosos que los gobernados. Adam Smith decía que, cuando no se puede establecer lo que es perfecto, no se debe desdeñar mejorar lo que está mal, pues el objetivo no es siempre crear el ideal, sino establecer lo mejor que la gente pueda soportar, pues los ideales deben ser medidos contra los costos necesarios para alcanzarlos.