En esta campaña presidencial, el crecimiento económico ha vuelto al centro del debate. Tras años de bajo dinamismo, hoy existe consenso en que Chile necesita retomar la senda del desarrollo. Sin embargo, más allá del diagnóstico, las propuestas concretas han sido escasas o poco realistas.
Casos como Democracia Viva y Procultura, el mal uso de licencias médicas, los casos de mal uso de fondos municipales y el reciente informe de la Contraloría revelan un Estado desordenado, con deficiencias de gestión y un uso ineficiente de recursos. Más que aumentar el gasto, urge primero mejorar su administración y recuperar la confianza en las instituciones.
El Estado cumple funciones esenciales: gestiona hospitales, escuelas, subsidios, policías y obras públicas. Cuando opera bien, amplía oportunidades; cuando no, frustra y frena el desarrollo. Modernizarlo no es accesorio, es condición necesaria para crecer con equidad.
Este esfuerzo no requiere necesariamente más recursos, sino mejor gestión. En el pasado se impulsaron reformas en esta dirección, como la creación de la Alta Dirección Pública (ADP) durante el año 2003, dirigida a seleccionar altos cargos del Estado mediante concursos públicos y criterios de mérito, limitando la discrecionalidad política.
Dos estudios recientes dan cuenta de los resultados positivos de esta iniciativa: un primer estudio realizado por Muñoz y Prem (2023) identifica que las escuelas con directores seleccionados por concursos públicos mejoraron sus resultados académicos, asistencia y clima escolar. Otro estudio (Muñoz y Otero, 2025) muestra que la aplicación del sistema ADP en hospitales redujo la mortalidad en 8%, al reemplazar directores médicos sin formación en gestión por profesionales capacitados.
La evidencia es clara: aislar la gestión pública de las presiones políticas, priorizando el mérito y la gestión, mejora la calidad de los servicios y el bienestar de las personas, especialmente las más vulnerables. Esto no significa limitar las herramientas de un gobierno democrático para implementar sus políticas, por el contrario, busca fortalecer la capacidad del Estado para administrar eficientemente los recursos y cumplir con las expectativas que la sociedad deposita en los gobiernos democráticamente elegidos.
Pero modernizar el Estado obliga enfrentar un tema políticamente sensible: el empleo público. Los funcionarios son parte importante del electorado y están bien organizados y cualquier reforma a los sistemas de contratación, evaluación o promoción genera resistencias, lo que puede explicar por qué muchas candidaturas evitan entrar en detalles.
Lamentablemente, la resistencia de algunos grupos de funcionarios y la inercia del sistema político nos han llevado a una crisis de confianza que pone en entredicho la efectividad estatal. ¿Cómo se explica que los directores de servicios no aborden el ausentismo crónico en sus instituciones? ¿Cómo puede ocurrir que existiendo mandatos expresos se excedan presupuestos sin control? ¿Qué credibilidad tienen los sistemas de evaluación cuando califican como “satisfactorios” al 95% de los funcionarios mientras persisten los problemas de gestión?
Es urgente hacernos cargo de esta crisis. No se trata de despedir ni precarizar, sino de asegurar que quienes lideran servicios públicos cuenten con las competencias, reglas e incentivos adecuados, así como también con herramientas suficientes para actuar sin que las presiones de caudillos políticos interfieran.
De cara a las elecciones, es hora de pasar del eslogan a las propuestas concretas: ¿Cómo evitarán que el Estado siga siendo una máquina pagadora de favores? ¿Fortalecerán la ADP? ¿Modernizarán los sistemas de evaluación? ¿Se racionalizará el Estatuto Administrativo?
La modernización del Estado no es opcional si queremos recuperar el crecimiento y fortalecer nuestra democracia. Quizás sea la tarea más difícil, pero también la más necesaria.