Dentro de las derechas ha habido un debate por la defensa de la libertad. Ha sido un antiguo tópico en ella, aunque en más de un momento lo olvidaba. En el remoto origen de la derecha chilena, esta defendía algunos rasgos de la sociedad premoderna, que nunca fue tan atroz según aparecía en la pluma de ciertos críticos. En el curso del siglo XIX, lo que sería la derecha, en un nuevo sistema, comenzó a valorar la libertad política e individual, como una parte de la izquierda después de la Revolución Rusa tomó conciencia que, desde ella misma, también podía provenir una amenaza a la libertad política; y que asimismo la libertad personal era un valor a resguardar.
Si se asume la libertad como uno de los activos de la modernidad, existen dos problemas. Uno es que desde trincheras opuestas se ha espetado ¿libertad para qué? Una pregunta que tiene sentido. Segundo, que es demasiado sarcástico que en los siglos de la libertad se haya desarrollado la más terrible ofensiva contra toda libertad, los totalitarismos que —el sarcasmo continúa—, en nombre de una libertad se supone más verdadera, convierten a la sociedad humana en mazmorra.
La libertad, como todo lo humano, posee su complejidad y contradicciones. Desde luego, al adquirirse una conciencia especial de ella en los últimos siglos (estos no la inventaron, la llevan a nuevos horizontes), la libertad carece de todo sentido si no se asumen responsabilidades y deberes en un solo acto. De otro modo, la misma libertad puede ser fuente de peligro. No existe libertad sin riesgo; este es uno de sus rasgos inherentes, lo que cuesta entender en nuestros días.
Ahora se entabla un debate donde la libertad es la consigna principal de los libertarios.
Estos responden a un fenómeno reciente en América del Sur. En Chile, la derecha integrista —si bien no extremista como se la tilda— nació hace una década enarbolando otras banderas, la pureza de principios, y solo recientemente parece cobijarse en la idea libertaria. Caso aparte es que no tiene asidero en una tradición cultural, como en cambio sí lo es en EE.UU., y no parece tener eco en la sociedad. El relativo auge de esta derecha se debe principalmente a un tema dramático de inseguridad y a otro menos concreto, pero no menos real, de vulnerabilidad del país. Por más que la idea libertaria no sepa formular más que una libertad económica, que en sentido estricto no puede alcanzar a una mayoría; o, por ejemplo, en el más dudoso del permiso para portar armas de autodefensa, el vigor de ese sentimiento político no se originó en estas demandas.
La derecha clásica chilena, de larga data en el país, también vuelve una y otra vez sobre la libertad, solo que, salvo frente a un despotismo de la masa furibunda o de una voluntad totalitaria, como defensa dramática, casi siempre la circunscribe a su aspecto económico, como libertad de emprender, para ser más preciso. Siendo aquella muy clave para el orden social, su significado y brío solo mostrará fecundidad si está inserta dentro de una idea más abarcadora sobre lo que somos como país, y en esto ha sido débil esa derecha clásica.
Existe en estos últimos siglos un florecimiento de libertades personales y se hace bien en recoger la bandera de su apología activa, siempre y cuando se la entienda como parte de un juego más complejo, con los sacrificios que comporta, y que no es el único valor que se debe propiciar. Por cierto, esto no es fácil de explicar a la masa del electorado, pero al menos la clase política de la derecha clásica lo debe tener claro y es aquí donde asoman las manifestaciones de debilidad. Después viene su traducción en el mensaje simple, no simplista, de la conquista por el voto.