El presidente de una de las cinco universidades más importantes de Estados Unidos invitó a una comida a 30 destacados académicos de diversas disciplinas para intercambiar opiniones sobre las dificultades que enfrentaban las instituciones de élite. Aunque la conversación comenzó en torno a la disputa de Trump con Harvard, luego fluyó a la inquietud de fondo manifestada por el rector: ¿Qué explica la pérdida de confianza que los norteamericanos expresan sobre sus mejores universidades?
Por muchos años, los principales centros de estudios fueron un orgullo para muchas personas, que no solo querían acceder como fuese a ellos, sino también los usaban como referentes en su pensamiento. Pero esta tendencia se ha revertido, y la distancia entre la población y las universidades ha crecido; la admiración se ha transformado en desprecio y, en algunos casos, la fuente de inspiración en fuente de memes. ¿Qué fenómeno está detrás de este quiebre?, preguntó cándidamente el rector.
Después de unos intercambios, mi fuente levantó la mano. En su opinión, los campus universitarios se han llenado de profesores alejados de la realidad, y que estén más dedicados a impulsar agendas de nicho con poca relación con las problemáticas generales de la sociedad. Naturalmente, es cada vez más difícil hacer ciencia en un ambiente donde la cancelación se siente en los pasillos, y donde las temáticas relacionadas con las minorías son las que dominan la agenda. Como la contratación de profesores replica los mismos sesgos liberales, las universidades de élite se han alejado de la gente.
Ante tamaña declaración, un destacado decano no encontró nada mejor que interrumpir al profesor. Nosotros queremos contratar profesores con más diversidad, dijo, “pero no hemos encontrado profesores conservadores suficientemente inteligentes”. Un silencio sepulcral se tomó la casa del rector.
Un debate como este, en el seno de una de las principales universidades del mundo, da cuenta de un gigantesco problema. Muchos profesores, escondidos en sus guaridas, no solo están dedicados a impulsar sus propias agendas —con alto contenido ideológico—, sino que también manifiestan un desprecio desconcertante por quienes opinan diferente. De ahí a un rechazo generalizado hay un solo paso.
Estos riesgos no se corren solo en las universidades. Una muestra de aquello son las propuestas programáticas de algunos candidatos presidenciales en nuestro país, que nos ofrecen una agenda identitaria, desvinculada de la realidad, y cuya efectividad para enfrentar los problemas que dicen atacar es probadamente nula. Cuando surja el reclamo por la falta de conexión de estas candidaturas con las mayorías, no duden en contactar a mi amigo; se las cantará clarito.