El aposento es vasto, con columnas, arcos y amplias bóvedas. Pero tiene la suntuosidad de un palacio venido a menos. Su abandono se advierte en las maderas agrietadas del piso, los cortinajes raídos, los muros revenidos, el deterioro de los estucos y molduras. El estudioso, sentado en un rincón del salón, parece pasar por uno de aquellos momentos en que por un lapso impreciso suspendemos la lectura para volver a ella. A sus espaldas se abre otro impreciso salón del cual se vislumbran una puerta y un cuadro o un espejo, flotando la escena entera en una luz a la vez dorada y palpitante. Es la luz de Rembrandt.
El estudioso ha buscado un lugar junto a la ventana, acercándose a esa única fuente de la luz que necesita para leer. Viste un cómodo traje azul, discretamente elegante, festoneado con una ligera orla dorada en las mangas y bastas. Lleva un bonete rojo.
La ventana está abierta. Tal vez, el estudioso la abrió, antes de ponerse a leer, para dejar entrar esa calidez y luminosidad tan singular de las mañanas de verano. El ambiente es agradable. Todo buen lector sabe cuán importante es el entorno para una buena lectura y que acaso cada libro reclame uno diferente. El estudioso de Rembrandt escogió un lugar no solo luminoso y templado, sino también solitario y silencioso. Los otros habitantes de lo que parece ser parte de una enorme edificación no están a la vista y tampoco pueden irrumpir de súbito. La pintura logra transmitir una atmósfera de imperturbable quietud y silencio. El estudioso es un lector habitual y ese rincón es su sitio acostumbrado, su santuario inviolable.
El anciano ha torcido ligeramente su cuerpo para poder enfocar su mirada sobre el libro. Es un volumen grueso y bastante grande. Está abierto al centro y apoyado sobre otros dos libros más pequeños que cumplen la función de atril. Junto al libro se perciben algunos papeles y el cálamo. Ya comienza la lectura.
El estudioso no solo ama el silencio, sino que es él mismo silencioso, un lector que solo va deslizando los ojos sobre las páginas sin musitar ni murmurar. Pero la contrapartida de este doble silencio es la respuesta que aquel cavila. Si nos aproximamos a la escena, veremos cómo desde su mano, firmemente aferrada al brazo del sillón, se anuncia, con el gesto y el énfasis, un movimiento por el cual la otra mano tomará la pluma e inscribirá en los márgenes del volumen abierto una nota, un comentario o una enmienda. Se cumple así la aseveración de un pensador contemporáneo: “Leer bien es contestar al texto”.