“Se han alineado los astros para Chile. De la mano de nuestros recursos naturales, minerales, forestales, agrícolas y pesqueros; de una ubicación geográfica y un clima privilegiados; aprovechando el cambio tecnológico y apoyados en nuestro capital humano, podemos transformarnos en una economía verde y digital”.

No, la frase no fue extraída de la Cuenta Pública del Presidente Boric, aunque bien podría haberlo sido. Su alocución del pasado domingo estuvo rebosante de optimismo respecto de las potencialidades de Chile, una vez encauzados —que no resueltos— los excesos y desbordes de los últimos años. En realidad, la afirmación proviene de un libro reciente de Joaquín Lavín (Chile: ahora es cuando. Cómo retomar el progreso y transformarnos en una economía verde), que transmite un entusiasmo a la par del de Boric.

Lavín saltó a la fama en 1987 con La Revolución Silenciosa, una fervorosa defensa del modelo de los “Chicago Boys”. Con tono accesible y ejemplos concretos, proclamaba que la modernización liberal era irreversible; que el crecimiento —no la redistribución— permitiría superar la pobreza; que el Estado debía limitarse a un rol subsidiario; y que surgía una “clase media emergente” capaz de dar estabilidad a Chile.

Con un grupo de amigos decidimos responder con otro libro. No para refutar a Lavín, sino para mostrar el reverso de su relato: la realidad de los excluidos de la modernización. Lo titulamos Los Silencios de la Revolución. El libro de Lavín se convirtió, de facto, en el manifiesto del “Sí” en el plebiscito de 1988. El nuestro, más modesto, sumó su grano de arena al relato del “No”.

En 1999, Lavín estuvo a un paso de hacer historia: casi derrota a Ricardo Lagos con su consigna de “Viva el cambio”. Fue una campaña inolvidable, cargada de ímpetu, sonrisas y propuestas tan inusuales como efectistas. Se acuñó entonces el término “cosismo” para referirse a una política basada en medidas prácticas, inmediatas y, a menudo, desbordantes de imaginación.

Desde entonces he seguido con atención su accidentada carrera. No sé si admirar o temer su capacidad para desafiar las etiquetas, como cuando fue a Cuba para aprender de Fidel Castro y se autodefinió “bacheletista-aliancista”. Aunque roza a veces el delirio, no puedo dejar de apreciar su creatividad, como cuando quiso hacer llover sobre Santiago.

Reconozco su resiliencia. Ha acumulado derrotas, errores, traiciones… pero siempre logra volver a pararse sonriendo, como si nada. Y, sobre todo, me interpela su fe inquebrantable en Chile. En lugar de sumarse al coro de lamentos o a las profecías de catástrofe, insiste en ver oportunidades, como si el futuro estuviera siempre a la vuelta de la esquina.

Su nuevo libro insiste en ese espíritu. Explica por qué la base productiva de Chile se vuelve estratégica para el mundo que viene. Proyecta al país como un hub global de combustibles limpios y data centers, gracias a sus avances en energías renovables. Y como lo hiciera Trump ante Macri, destaca el valor de Chile en el nuevo mapa mundial, que le permitiría ser el puente de Argentina y Brasil hacia el Pacífico.

Con su mentalidad concreta, Lavín destaca iniciativas ya en marcha, tanto del empresariado como del Estado. Y fiel a su pragmatismo, no duda en valorar la alianza Codelco-SQM en el Salar de Atacama o el proyecto Enap-HIF Global en Magallanes para producir combustibles verdes. Pero también advierte sobre los frenos: la “permisología”, la burocracia, la falta de relato compartido y la incertidumbre sobre cómo se distribuirán los beneficios a toda la población.

Sus propuestas pueden ser impracticables: da lo mismo. Lo valioso es que abren un debate que escapa al pesimismo resignado y al coro de las buenas intenciones. Lavín, como Boric, es uno de esos optimistas impenitentes que prefieren seguir apostando por el futuro y por “las Violetas que florezcan al andar”.