Alguna vez pude saborear la “torta San Guillermo” en una de esas mesas redondas, con manteles blancos, del Club de la Unión. Un postre que incluía un merengón, helado de bocado, salsa sambayón, manjar, frutas, una delicada red de almíbar y quizás qué otros dulces ingredientes (mejor no saber).
La torta San Guillermo, así como el consomé Alianza, los erizos al cajón, el fricasé de filete y los huevos a la cocotte eran parte del tradicional menú —con su particular mezcla de cocina chilena y francesa— del club, así como el pato a la naranja, la crepe Renato y el pan Prat (unos pancitos blancos y redondos).
Tan valiosas como la escultura “Ulises y Calipso”, de Rebeca Matte; la pintura “La hora solemne”, de Valenzuela Llanos; los cuadros históricos de fray Pedro Subercaseaux o el reloj grandfather alemán —todas piezas que se emplazan en el club— son sus tradiciones culinarias, enriquecidas a través de los años.
Y es que ocurre que en ciertos inmuebles se genera un mundo singular, una cierta poesía que flota en el aire, hasta un olor especial. Un sedimento, una atmósfera particular, que surge de los muros, objetos, historias y costumbres que han confluido ahí. De algo así habla Gaston Bachelard en su “Poética del espacio”. Dice que los ambientes y rincones de una edificación están cargados de significados íntimos y afectivos. No son meros espacios físicos, sino que están impregnados de memorias, sueños y recuerdos.
Varias novelas abordan esa conexión entre un lugar y sus habitantes. Allí está “Cumbres Borrascosas”, espacio de tormentas interiores y exteriores. O el mítico hotel ruso Metropol, con sus dramas y secretos, retratados en “Un caballero en Moscú”. O la conmovedora “Aquí vivieron”, del argentino Manuel Mujica Lainez, que recorre en 23 relatos imaginarios las vivencias en una quinta en San Isidro.
Pero la historia del Club de la Unión no es ficción. Es real. Y está a punto de terminar. Pues sus paredes podrán sobrevivir —ojalá—, pero el espíritu que emana del conjunto que conforma su edificio, sus pinturas, sus recetas y vivencias se va a liquidar, dispersar, fragmentar o rematar.
Y es triste, pues el Día del Patrimonio muestra la avidez con que las personas quieren conocer estas historias y espacios, partiendo por el propio club, que recibe muchísimas visitas. Es una oportunidad para experimentar un mundo diferente, quizás elitista en su momento, tal vez ido, pero que transmite belleza y encanto.
Visitar castillos europeos no significa apoyar el feudalismo. Los futuros santiaguinos debieran tener la oportunidad de alzar la vista en su gran hall; de conocer su alegre sala de billar; de apreciar su espléndida colección de pintura chilena —una de las mejores de Chile—; de saborear su reponedor consomé Alianza.
Si el palacio Pereira, que estaba en ruinas, logró revivir y ser un espacio útil a la sociedad, ¿no puede ocurrir algo así con el Club de la Unión? ¿Que se solucionen sus deudas y se logre conservar ese conjunto como museo de artes decorativas, institución pública, fundación privada o alguna mejor idea? Que oigan los que tienen que oír, antes de que sea tarde.