De maneras muy diversas, el Estado parece estar abandonando a sus ciudadanos.

Sí, la que antes en la teoría tradicional llamábamos “sociedad perfecta” —por estar dotada de todas las capacidades para gestionar el bien común— aparece hoy en Chile como un conjunto de mecanismos fallidos, incapaces moral y técnicamente de cumplir con una tarea imprescindible.

El Estado viene cayendo en un desprestigio creciente, bien fácil de fundamentar. No garantiza la seguridad de los ciudadanos, ni en La Araucanía, ni en las fronteras, ni en las grandes ciudades; impide el desarrollo de nuevos proyectos de inversión; no es capaz de reconstruir una zona devastada por incendios; dilapida los recursos de los chilenos mediante reiterados fraudes de parte importante de sus funcionarios; no despliega una política habitacional que acoja las demandas de muchos sin casa y, al mismo tiempo, no garantiza el derecho de propiedad de quienes ven sus terrenos tomados; contrata con fundaciones que roban descaradamente y, en fin, deja con frecuencia en libertad a delincuentes de alta peligrosidad y, al mismo tiempo, condena de modo arbitrario. Y a esta lista de abandonos cualquier lector puede sumar nuevos ejemplos, dramáticos nuevos ejemplos, de esos que aparecen en cascada, día tras día.

Quienes experimentan ese abandono vienen reaccionando de dos modos diferentes, comportamientos que deben recibir una valoración muy distinta.

Por una parte, están quienes, al comprobar que el Estado no cumple con su papel, activan sus propias capacidades, generan organizaciones intermedias, dejan de extender la mano para recibirlo todo del Gran Hermano, y asumen así una responsabilidad que los dignifica y proyecta como actores de una sociedad libre. En este caso, el Estado fallido termina siendo una oportunidad aprovechada, aunque sea triste la condición que la genere. No son estos los que deben causar mayor preocupación, ya que sanamente despliegan su libertad para hacerse fuertes ahí donde es propiamente suya la iniciativa. En cierto modo, que el Estado falle es la ocasión para que ellos se potencien justamente donde les corresponde. De paso, con su vitalidad, le recuerdan al Estado en qué consiste la subsidiariedad.

Pero, por otra parte, está el grupo que, ante los errores del Estado, se pone en contra de toda la institucionalidad. No solo abandona toda esperanza en el Estado —como si estuvieran frente a la puerta del infierno descrita por el Dante—, sino que se disponen a combatirlo con entusiasmo. No se trata solo de esos grupos de anarquistas violentos que hacen del fuego y de la bomba su emblema. Esos son sectores minoritarios y grotescos, que incluso producen una sana reacción. No, lo peligroso para la vida en común pueden llegar a ser los “viudos del Estado”, esos millones de chilenos que han aportado con sus recursos y confiado en una retribución que hoy estiman imposible. Pagan el IVA, pero saben que ese impuesto no significará para ellos un retorno ni en salud, ni en educación, ni en seguridad. Acuden a ventanillas y se preguntan si el funcionario es o no confiable. Por eso, tienen unas ganas enormes de abandonar el Estado, de desplegar sus vidas como si el Chile al que pertenecen ya no existiera.

Entre unos y otros hay una gran diferencia: en los primeros va a seguir manifestándose una sana seguridad en sus propias capacidades asociativas. Ante el Estado fallido, concretarán mil iniciativas sociales, de auténtica vitalidad. Pero están los segundos, los que ya no sueñan con un proyecto común a causa de tanto grosero comportamiento estatal. Quizás, para ellos, solo está abierta la posibilidad de la revolución. Ese es el gran riesgo del Estado fallido.