Hay un dato en la última encuesta del Centro de Estudios Públicos (CEP) que impresiona. En cinco años, la cantidad de chilenos que valora la democracia como mejor sistema de gobierno ha disminuido desde un 64% a un 44%. A su vez, en el mismo período, el porcentaje de a quienes les da lo mismo cuál es el sistema de gobierno (democrático o autoritario) sube de 17% a 34%. El 18% restante apoya la opción autoritaria. Así, muy pronto quienes apoyan categóricamente la democracia en Chile serán minoría.
¿Qué explica esta dinámica?
En primer lugar, la apreciación de que la democracia es improductiva, que no logra resolver los problemas concretos de la gente, por causa de una elite parlamentaria, autocentrada en sus conflictos e intereses e incapaz de acordar soluciones. Unos legisladores que producen leyes absurdas (como aquella que obliga a grabar los espejos de los automóviles), pero que después de décadas de discusión no logran reformar el sistema de salud.
La otra dimensión del cuestionamiento se origina en la percepción de que la política es una actividad rodeada de privilegios. Cada nuevo escándalo de falta de probidad refuerza esta convicción.
O sea, por una parte, se percibe improductividad y, por otra, abuso.
Sabemos que existen problemas en la institucionalidad que acentúan la ineficiencia, la falta de rigor y la deshonestidad. La fragmentación política facilita tanto la dificultad para llegar a acuerdos y concretar resultados que impacten en la vida cotidiana de las personas, como la creación de ambientes robustos de control institucional.
Sin embargo, requerimos urgentemente enfrentar la frescura, la corrupción y la frivolidad. Aunque en las últimas semanas hemos estado remecidos por los casos de licencias médicas y Procultura, no hay que olvidar los múltiples escándalos recientes que involucran a alcaldes de todos los sectores, a abogados de grandes conglomerados empresariales, a altos mandos de las Fuerzas Armadas, Carabineros y la PDI. En el sistema político chileno actual no hay superioridad moral en esta materia.
El ciclo electoral que se abre es una gran oportunidad para debatir estos temas y proponer caminos que restituyan la convicción de que el ejercicio democrático de la política es una actividad adecuada para enfrentar los problemas complejos del país.
La idea de que una mano autoritaria puede terminar rápidamente con los conflictos y resolver en corto plazo los temas acuciantes es una falacia.
Los nuevos grandes desafíos —como la migración ilegal, la proliferación de campamentos, los problemas derivados del envejecimiento de la población, la transformación del mercado del trabajo a propósito del impacto de la inteligencia artificial, etc.— son tan complejos e involucran a tantos actores que solo es posible avanzar en su resolución a través del diálogo y la búsqueda de consenso social.
Lo contrario, el populismo anti-Estado y el caudillismo de la mano dura solo conducen a una polarización que fracturará aún más la sociedad, profundizando la imposibilidad de construir futuro.
La experiencia histórica chilena, y no me refiero solamente a Pinochet —pensemos en la década del 20 al 30, desde Ibáñez en adelante—, demuestra que el autoritarismo siempre es contestado por una altísima conflictividad social y un muy bajo desempeño de la economía.
Mirando estas encuestas que fragilizan el poder de la democracia, podría resultar tentador apoyar a quienes cabalgan hacia La Moneda promoviendo el autoritarismo. Cuidado. Aunque sea un camino pedregoso, la democracia siempre ofrece soluciones comparativamente más estables y duraderas.