La columna de hoy tuvo su génesis el martes pasado, cuando escuchaba la radio mientras manejaba a primera hora de la mañana. Dos conocidos conductores del dial comentaban el crecimiento de 2,3% que logró la economía chilena durante el primer trimestre de este año, cifra tres décimas porcentuales superior a la que había calculado preliminarmente el mercado al agregar los Imacec de enero, febrero y marzo.
La información habría tenido un rápido despacho mental, pero la conductora cuestionó el enfoque que varios medios le habían dado ese día a la noticia. A su juicio, la cobertura debió centrarse en el hecho objetivo de que Chile sí crece, y lo hace a un ritmo más allá de lo previsto, y no en el bajo dinamismo que exhibe la actividad nacional de forma endémica.
La intervención de la conductora, que no tuvo mayores cuestionamientos por parte de su partenaire radial, me recordó el error que cometen los parlamentarios frenteamplistas cada vez que están al frente de un micrófono cuando se habla de este tema: la literalidad.
En economía, la literalidad es incuestionable, pero también peligrosa, descontextualizada y a veces burda. A nivel estrictamente numérico, no hay duda de que Chile crece. Desde esta óptica, basta con cerrar el año con un PIB una décima por sobre el anterior para darse por pagado. Eso fue lo que ocurrió en 2023, cuando la economía se expandió 0,2% (aunque la cifra después fue actualizada a 0,5%) y derivó en autocomplacientes tapabocas del Gobierno a distintos analistas del sector privado.
El problema es que si nos regimos solo por la dimensión literal, Chile es el paraíso económico en la tierra: en las últimas dos décadas, encadena 18 años de crecimiento. Y las dos excepciones han sido crisis globales: la subprime de 2009 y la pandemia de 2020.
Vistas así las cosas, no hay de qué quejarse.
La realidad, sin embargo, es algo más compleja. Y lo más honesto es hacer comparaciones incómodas, pero adecuadas. Porque los números dicen muy poco si no son puestos en perspectiva.
En estos mismos últimos 20 años, Chile ha crecido 12 veces menos que el promedio del mundo. Y la comparación es aún más ingrata si se hace con nuestros primos hermanos: los países emergentes. En 18 de esas 20 temporadas, el dinamismo nacional ha estado por debajo del promedio de expansión de las 26 economías de este tipo que son consideradas por el Banco Central para realizar los supuestos de escenario base internacional incluidos en sus Informes de Política Monetaria (IPoM).
En este grupo de 26 países están varios de los principales motores del dinamismo económico global, como China, Singapur, Tailandia o Corea del Sur, pero también hay un ramillete de economías que echan bien abajo el promedio: Argentina, Rusia, Venezuela, México o Bolivia.
Otro dato: en los últimos diez años, la brecha del crecimiento de Chile con el promedio de las economías emergentes es de dos puntos porcentuales a favor de estas últimas. E incluso la diferencia con el promedio mundial es de 1,2 puntos porcentuales en el mismo período.
La situación de Chile en las últimas tres décadas puede ilustrarse como la de un colegial que ha tenido un rendimiento académico sostenidamente descendente. En los primeros años de básica pintaba entre los mejores de su curso (América Latina): tres veces sacó el primer lugar y, además, tuvo el promedio más alto de todo el primer ciclo (entre 1990 y 2000 creció 4,5% de media, frente al 1,4% de la región).
Pero en 6° básico comenzaron los tropezones. La libreta se empezó a llenar de cincos en vez de seises, mientras varios compañeros antes rezagados brillaban ahora con luces propias. La llegada a la enseñanza media consolidó la pendiente: no solo dejó de estar en el grupo de avanzada, sino que empezó a acostumbrarse a estar casi siempre de la mitad para abajo.
Por eso un nivel de expansión en torno al 2% es tan irritante, aunque a la conductora le parezca que sí es un crecimiento digno de destacar. No solo porque, siguiendo con la analogía escolar, es impropio de un alumno que antes fue de 6 y 7, sino porque es un estudiante que tiene todo para estar nuevamente en el grupo aventajado. Pero algo pasó con Chile desde hace 20 años —y especialmente a partir de 2014— que se acostumbró a la comodidad, la modorra y la inercia, como si fuera un desmadejado gato de chalet.
Hoy la realidad del crecimiento está trastocada: lo que antes era la norma ahora es inalcanzable, y lo que antes se consideraba pobre ahora es la tónica. Sin saber cómo, y por culpas colectivas acumuladas por lustros, nos convertimos en un estudiante a punto de egresar que tiene la desfachatez del mediocre y que cada vez que evita un rojo llega a la casa satisfecho, contando con un desparpajo que da vergüenza ajena: papá, me saqué un 4,5, ¿por qué no me felicitas?