El nuevo Papa es agustino. El inspirador de esa orden, Agustín de Hipona, ha sido uno de los grandes aventureros del alma humana, de esos que han dedicado su vida a viajar hacia el interior. Como Heráclito de Éfeso, el griego, que dijo: “me he investigado a mí mismo”.
Agustín, que en sus “Confesiones” se desnuda, se interroga, se indaga en sus sombras y luces, afirmaba: “No salgas afuera, sino entra en ti mismo: en el hombre interior mora la verdad”. Reclamaba en otro fragmento que los seres humanos admiran el mundo exterior, pero “se olvidan de sí mismos”. En tiempos en que nuestra civilización ha puesto todas sus fichas en una inteligencia artificial que está “afuera” de nosotros mismos, tal vez una de las posibles misiones de la Iglesia en un mundo hipertecnificado sea relevar la importancia de indagar en la propia alma, no dejar de asombrarse ante ella, ante su inmensidad. Heráclito de nuevo: “No he encontrado los límites del alma, cualquiera sea su dirección, tan profunda es su medida”. De ese asombro nacieron la filosofía y su hija, la ciencia. Su nieta, la técnica, parece haber olvidado de dónde viene, ingrata es con su propio origen, muy pagada de sí misma, a veces hasta un poco soberbia.
Agustín, como Heráclito y como todos los que se han asomado a ese interior del hombre, se sorprende, se emociona y a esa interioridad la llama “memoria”: “Grande es este poder de la memoria, demasiado grande, Dios mío, un depósito interior amplio e infinito. ¿Quién ha llegado a su fondo?”. Así como se abren laboratorios de inteligencia artificial por todas partes, en las universidades, empresas y países, debiera, también, invertirse en humanidades, en arte, pensamiento, en “depósitos de interioridad”. Un mundo sin personas que exploren ese “depósito interior amplio e infinito” del que habla Agustín, será un mundo indigente. Ya lo está siendo de alguna manera, allí donde los dispositivos digitales van haciendo desaparecer los tiempos de contemplación, de silencio e introspección. Huimos desesperadamente del aburrimiento, y también de la angustia, no sabiendo que de ambas pueden surgir “nuevos comienzos”. Estamos muy “entretenidos”, pero tan lejos de nosotros mismos, que corremos el riesgo de extraviarnos. De desconocer nuestro propio “daimon” (ese que Sócrates invocaba) y nuestra propia “ánima” (esa que Jung buscaba como parte fundamental de la individuación). La Iglesia se ha preocupado de la “indigencia” social, y ahí está Rerum novarum, la encíclica de ese otro Papa León (pero XIII) que echó a andar la doctrina social de la Iglesia. Pero no hay que olvidar la otra indigencia que nos acecha: la indigencia espiritual. Es la pérdida de sentido, el hastío que corroe por dentro a Occidente y cuyo vacío se tapa con todo tipo de drogas (desde el fentanilo hasta las drogas digitales). Un filósofo nuestro, Jorge Millas, en su ensayo “El desafío espiritual de la sociedad de masas”, advertía del peligro de los peligros, el que la sociedad masificada “tienda a convertir en banal precisamente aquello que requiere la máxima conciencia y vigilia: el hombre mismo”. Millas hablaba de la importancia de “hombres que viven vigilantes de sí mismos, sabios de su propia esencia”. Vigilia y asombro. Es Agustín clamando: “¿Qué soy, pues, Dios mío, qué naturaleza soy?”. Clamor que retoma el poeta Eduardo Anguita cuando afirma: “¿Qué pregunta soy, pájaro del bosque?”.
Bombardeamos de preguntas al ChatGPT, pero no debemos dejar de hacernos las grandes preguntas a nosotros mismos. Y no esperar que la técnica nos responda todo, convirtiéndonos en seres minusválidos espiritualmente. La Educación tiene que decir algo en eso. ¿Y será mucho pedirle a este Papa agustino que su próxima Rerum novarum sea una encíclica que invite a recuperar el hombre interior? Ese que Agustín, Heráclito, Shakespeare, Dostoievski, Montaigne indagaron y que hoy parece completamente olvidado.