El rector de una prestigiosa universidad díjome una vez, advierte el sabio Critilo, que sus cuentas anuales eran verdaderos cuentos.

Es obligación de quienes dirigen instituciones, o al menos práctica establecida, que cada cierto tiempo informen de lo que han hecho, recuerden las metas trazadas, describan las acciones realizadas, ponderen sus efectos y finalmente reconozcan lo hecho, lo no hecho y lo por hacer.

A eso suele llamarse dar cuenta.

Lo que no impide que, haciendo gala de esperable monotonía, las tales cuentas tengan más de imaginación que de información. No son muchas las que reconocen deficiencias, alertan sobre fracasos pasados y futuros o admiten yerros importantes. La mayoría son laudatorias, autoencomiásticas y optimistas.

Como todos los buenos cuentos, las buenas cuentas deben ganar por nocaut. No por puntos, como las novelas o relatos extensos. Por eso, con o sin ficción de por medio, el resultado debe ser contundente, impactante y definitivo.

Cuentas y cuentos tienen mucho en común.