En su magnífica y convincente novela sobre la locura de Dios, del Papa Francisco y de sus misioneros, Javier Cercas vuelve una y otra vez a la sentencia que da título a esta columna. Proviene de Benedetto Croce, el filósofo liberal italiano que fuera rival intelectual del líder comunista Antonio Gramsci. Aunque él mismo era agnóstico, sostenía que “la religión de Cristo fue la más profunda y fecunda revolución que la humanidad haya realizado” y que ella “sigue viviendo en lo más íntimo de nuestra civilización”.
Lo que ha sucedido tras el fallecimiento de Francisco da la razón a Croce. Durante semanas, no hacía falta ser creyente para sentirse en comunión con el cristianismo.
La prensa, las plataformas digitales, la industria editorial: todos los medios le dieron un lugar destacado a la vida y al mensaje del Papa argentino. Así, resurgieron súbitamente temas que parecían desterrados del debate público desde que, como escribió The Economist, se inauguró el siglo XXI con el triunfo de Trump. Pensemos, por ejemplo, en el llamado a cuidar la Tierra, al que Francisco dedicó tantas energías; en la búsqueda de respuestas ante la pobreza que empuja a miles de migrantes a agolparse en las fronteras del mundo desarrollado; en el imperativo de poner fin a guerras de conquista y de venganza que se libran impunemente ante los ojos del planeta; en la violencia y la discriminación que aún se ejercen contra mujeres o ciertos grupos étnicos.
Las imploraciones de Francisco cobraron aún más fuerza con su muerte. También lo hicieron sus gestos —aparentemente triviales—: escuchar, sonreír, mostrarse humilde, perdonar, derribar muros, tender puentes. La rememoración de su vida los elevó a la categoría de símbolos, y su mensaje adquirió una resonancia inesperada, que conmovió mucho más allá de los límites de la Iglesia Católica.
Pero aquello no fue el final. La muerte de Bergoglio dio paso a una liturgia majestuosa que permitió a la Iglesia desplegar la solemnidad de sus ritos milenarios. Una coreografía sagrada que reavivó su misterio y su poder simbólico. Los figurantes de opereta que se sueñan emperadores quedaron embobados. Luego vino la elección del sucesor, que desató especulaciones de toda índole. Pero el colegio de ancianos reunido en cónclave, guiado por ese discernimiento sagrado de quien sabe leer el signo de los tiempos, optó sin demora por un continuador de Francisco. Y fue por él, nada menos, a Estados Unidos.
Con el nuevo inquilino de la Casa Blanca, y con los Putin y Netanyahu actuando a sus anchas, el mundo parecía entregarse inexorablemente a la lógica de la fuerza, de la prepotencia y del abuso. Se volvió un hecho de la causa que los gobernantes exitosos eran aquellos que insultaban a sus adversarios, que alzaban muros, que renegaban de toda exigencia de solidaridad más allá de la familia o la tribu, y que dejaban en manos de los tecno-oligarcas la salvación de la Tierra… o la fuga al más allá. Todo lo que se opusiera a esa corriente —tachado de “buenismo” o “wokismo”— era tratado como una herejía, una excrecencia que debía ser extirpada por traer de vuelta un pasado que se quería abolido.
Tal vez todo esto sea apenas un paréntesis. Pero lo que se produjo con la partida de Francisco dejó entrever que esa deriva no es una fatalidad; que otro camino es posible, siguiendo la luz tenue pero obstinada de una institución milenaria como la Iglesia.
“¿Con cuántas divisiones cuenta el Papa?”, preguntaba socarronamente Stalin. Ninguna; pero al frente de mil quinientos millones de fieles repartidos y organizados por todo el planeta, ha demostrado ser un líder capaz de remover la conciencia de la humanidad. No puede lograr todo lo que quisiera, por cierto, pero puede dificultarles la vida a quienes hacen oídos sordos a sus llamados, como lo aprendieron los regímenes comunistas y autoritarios con Juan Pablo II.
Al final del día —como escribió Croce tras la Segunda Guerra Mundial—, non possiamo non dirci cristiani.