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Editorial
Martes 20 de mayo de 2025
ONGs y evaluación ambiental
Su forma de actuar ha terminado muchas veces distorsionando los procesos y hasta el sentido de la participación ciudadana.
Como lo abordó en su última edición el cuerpo Crónica para el Futuro, de “El Mercurio”, la constatación de lo prolongados e inciertos que son los procesos de evaluación ambiental, y el negativo impacto que esto tiene en el desarrollo económico del país, ha puesto un foco de debate en la manera en que esos procesos se llevan a cabo. En ellos, las empresas presentan sus iniciativas al SEIA (Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental) y se deben considerar las observaciones de distintas agencias estatales. Además, existe una instancia de participación ciudadana, concebida para acoger inquietudes de las comunidades afectadas, pero donde también participan organizaciones no gubernamentales (ONGs) dedicadas al activismo ambiental. La experiencia de estas y su conocimiento de cómo funcionan los procesos de evaluación, así como los recursos económicos y técnicos que manejan, las han transformado en actor protagónico.
Sin embargo, la forma de actuar de muchas ha terminado distorsionando el funcionamiento de las evaluaciones y el propio sentido de la participación ciudadana. A propósito de ello, el expresidente del Partido Socialista Osvaldo Andrade —abogado del Sindicato de Trabajadores Faeneros, que apoyan el proyecto Dominga— ha dicho que, así como existen empresas interesadas en desarrollar iniciativas de inversión, buscando un retorno para sus accionistas mediante la producción de bienes y servicios puestos a disposición del juicio ciudadano, también existe la “industria” de las ONG, cuyo propósito consiste más bien en oponerse a los proyectos más que en buscar mitigaciones, porque de esa manera sirven al objetivo de quienes las formaron, así como a los de sus financistas, muchas veces internacionales, que son quienes les dan el sustento necesario para su funcionamiento. Y aunque resulte majadero insistir en ello, lo anterior queda ilustrado con singular crudeza por la afirmación pública del director de campañas para Chile, Argentina y Colombia de Greenpeace, de que sus 56 mil donantes le permiten judicializar “cualquier cosa que me parezca que destruye el medio ambiente” y agregar dos mil días a cualquier proceso de evaluación.
Este es un punto muy importante. Por más que quienes dirigen las ONG afirmen que sus motivaciones responden a una estricta preocupación por el medio ambiente, resulta inevitable que ello se vea contaminado por su interés en perpetuar la organización en la que laboran, así como su continuidad en ella, donde el éxito que exhiban —medido en la fuerza con que logren postergar o paralizar proyectos que no les gusten— es un antecedente importante para la continuación del flujo que les entreguen sus financistas. Ese interés, que coexiste con la preocupación medioambiental y en algunos casos con visiones ideológicas, es a lo que se refería el exministro Andrade.
Por esa razón, se encuentra en el Congreso un proyecto de ley que busca transparentar los ingresos, el origen y los mecanismos de financiamiento con que operan las ONG, y en ciertos casos, el nombre de sus aportantes; asimismo, especifica que solo podrán acceder a fondos públicos si lo hacen mediante concursos, y solo si tienen más de dos años de antigüedad, y deberán llevar un registro de los beneficiarios finales de las acciones a las que destinen fondos, o de quienes hayan suscrito un contrato de servicios con ellas.
Se trata de una iniciativa que le da más transparencia a la actuación de las ONG, lo que debiera contribuir a un mejor conocimiento de sus motivaciones, a veces muy distantes del bienestar de una determinada comunidad. Con todo, el avance que representaría la aprobación de este proyecto dista de resolver todos los temas de fondo que hoy traban el funcionamiento de la institucionalidad ambiental, cuales son el abuso de las herramientas participativas, las cuales, desnaturalizadas, terminan sirviendo para prolongar injustificadamente los procesos de evaluación; el uso de la judicialización como arma para eternizar las discusiones, y por cierto, los sesgos de que dan cuenta decisiones de ciertos funcionarios, muchos provenientes precisamente del mundo de las ONG. Producto de ello, el inmenso beneficio social de algunas iniciativas puede perderse por temas menores, emblemáticamente representados en el caso de aquel puñado de naranjillos que siguen deteniendo un comentado proyecto de “tierras raras” en la Región del Biobío.