Solo en el curso de un mes fallecieron el escritor peruano Mario Vargas Llosa, el Pontífice argentino Jorge Bergoglio y el expresidente uruguayo José Mujica. Todos muy diferentes entre sí, tanto en sus experiencias de vida como en sus orientaciones políticas y sociales, pero todos ellos son lo que podríamos llamar latinoamericanos universales. Despiertan tal admiración global, al punto que hasta los detractores lamentan su partida.
En una región caracterizada por la debilidad institucional crónica, siempre parece existir espacio para que surjan personalidades arquetípicas que, por sus obras y acciones, se vuelven emblemáticas para entender mejor América Latina, con sus luces y sombras a través del tiempo.
Dentro de estas personalidades se ubican los escritores que, por ejemplo, concentran seis de los 17 premios nobeles totales que han caído en estas tierras. Su oficio o profesión tiene una raigambre que se remonta a los cronistas de Indias, quienes describieron las costumbres de pueblos y paisajes locales después de la llegada de los europeos a América. De hecho, la crónica es un género periodístico y literario arraigado en la cultura latinoamericana. Vargas Llosa la practicó y con maestría.
La importancia de los escritores explica, entre cosas, que sean consultados habitualmente sobre política e incluso se aventuren a incursionar en ella, tal como lo hizo el autor de “El pez en el agua”, o que asuman puestos diplomáticos.
Bergoglio, o el Papa Francisco a partir de 2013, representa la importancia de la figura religiosa en América Latina, una región donde el avance del laicismo no ha adquirido la misma velocidad que en Europa. Acá los católicos más bien compiten con las iglesias evangélicas y con sincretismos propios de las múltiples herencias culturales. Por ejemplo, en México se afirma que hasta los ateos son guadalupanos.
Contar con un Pontífice argentino fue de algún modo un reconocimiento del rol del sacerdote en una zona donde hasta en los pueblos asolados por guerrilleros y narcotraficantes siguen siendo una autoridad; muchas veces la única.
Por último, tenemos a Mujica, un exguerrillero izquierdista que tras su paso por la cárcel dejó la vía armada, luego fomentó la reconciliación en su país y terminó ocupando la Presidencia de la República.
La figura del revolucionario o rebelde, muy estudiada por Hobsbawm, es propia de los órdenes sociales rígidos, donde la negativa de las élites a abrirse a nuevas fuerzas —o compartir poder, que es lo mismo— termina haciendo que estas decidan expresarse por fuera del sistema de forma violenta. No son pocos los insurgentes que han escrito páginas de la historia reciente y no tan reciente de América Latina. No obstante, pocos como Mujica aprendieron lecciones de su pasado y se encaminaron de forma armoniosa al futuro.
Con la desaparición de estos tres personajes universales también se va algo del siglo XX, ya que los tres crecieron y llegaron a su madurez en esos tiempos recios para terminar siendo quienes fueron. Hasta sus últimos momentos, parecieron mantener un sentido de misión —ideas liberales, una Iglesia más cercana de los pobres o una ética de la austeridad—, pero ya desde la comprensión de que esta región es solo “un lugar donde gente muy diversa tiene que convivir y prosperar”, citando al antropólogo colombiano Carlos Granés, y no debe ser un terreno fértil para enfrentamientos inconducentes. En ese sentido, fueron latinoamericanos tan universales como excepcionales.
Juan Pablo Toro Director ejecutivo de AthenaLab.