En una semana fueron dos. Dos cosas absurdas. Dos cosas infantiles. Dos cosas utópicas. Dos cosas preocupantes.
El representante del Frente Amplio y continuador del boricismo, Gonzalo Winter, inició la semana en Tolerancia Cero diciendo “Creo en una sociedad sin clases sociales…Tengo un horizonte de abolir las clases”. Ante el estupor de los panelistas que le preguntaron lo obvio (¿dónde existe eso?), la respuesta fue muy clara: “Bueno, hay que construirlo”
Solo dos días después vendría otra reflexión: “La inmensa mayoría de viviendas que se construyen son para entregárselos a personas que ya tienen una vivienda. Bancos de distintos continentes que compran 1, 2, 3, 100, 1000 viviendas. Ese fenómeno en donde la vivienda que se ha constituido como activo financiero pone a un millonario como obstáculo entre la familia chilena y la posibilidad de tener una vivienda propia”.
La aspiración marxista de la sociedad sin clases, sin división del trabajo, en la que cada uno aporte según su capacidad y obtenga según su necesidad ha sido la quimera tras la cual se han perpetrado los peores regímenes de la humanidad y se ha ahogado las mayores libertades individuales. El candidato Winter parece no haberse enterado. No hay matices. No hay un halago a la meritocracia, no hay una justificación para reducir la desigualdad. Simplemente el sueño infantil y la vuelta a la “izquierda cavernaria” (usando el término que usó Vargas Llosa para la derecha).
La argumentación financiera para culpar a la existencia de segundas viviendas o empresas que compran departamentos para después arrendarlos simplemente es absurda. Parece no entender que no solo no es un juego de suma cero, sino que una eventual prohibición de que actores financieros construyan viviendas para arrendarlas solo aumentaría el déficit habitacional. Parece no entender que la construcción de casas privadas financiadas por privados solo beneficia a la sociedad en su conjunto.
Una opción es no tomarse en serio las propuestas. Mal que mal las posibilidades de que el diputado Winter gane la primaria son bajas, y que gane la elección son cero. Sin embargo, nunca hay que subestimar el poder de una mala idea.
El Presidente Boric, forzado por los hechos —la derrota estrepitosa del plebiscito y el cambio de eje del país— ha debido dejar de lado su pulsión refundacional. El capitán Tubasa y Dragon Ball han quedado en el cajón, junto con el sueño de “derrotar al capitalismo”
Los dichos de Winter, sin embargo, remiten dos preguntas centrales. ¿Es real la maduración del Presidente, o tendremos en un año más la vuelta de la utopía irrealizable en la oposición que de facto probablemente encabezará? La segunda pregunta deriva de la primera. Si no es simplemente estratégico el abandono del infantilismo de Boric, ¿por qué no ha logrado permear la maduración personal en su propio partido?
Si bien el octubrismo y la violencia generada fue traumática para el país, de alguna manera el proceso constitucional también lo fue. Y lo que pudo haber sido una deliberación virtuosa terminó siendo lo que Carlos Granés ha llamado el “delirio americano”. Propuestas como las de Winter las escuchamos profusamente.
¿Sacó la nueva generación política las lecciones del delirio? ¿Se habrán enterado que entre los sueños y la realidad hay un enorme trecho? ¿O las propuestas de Winter son el preludio del discurso que enarbolará la probable oposición a partir de marzo del 2026?
Hay buenas razones para explicar cómo llegamos a 2019, pero es evidente que le costó muy caro al país la pulsión adolescente de desmoronar los 30 años y hasta incluso cuestionar que era necesario crecer. El país necesita una izquierda moderna, democrática y responsable. El país necesita —parafraseando a Andrés Rillón en aquella vieja publicidad de los años 80— una izquierda con más “Winter ya”.