Es difícil imaginar un escándalo mayor que el que se insinúa en el caso Procultura. Y se ha reparado poco en el hecho de que, en este caso, se toleró la apariencia (es de esperar que haya sido solo eso) de una rara promiscuidad entre una relación terapéutica y el quehacer gubernamental.
Basta revisar sus aspectos fundamentales para advertirlo.
Un psiquiatra, de cuya cónyuge el Presidente fue paciente, dirige una fundación de apariencia altruista. Cuando el Presidente se transforma en tal, y apenas de un año para otro, la fundación del caso multiplica por 10 los fondos que el Estado, desde diversas agencias, le transfiere. Y ahora, al concluir el Gobierno, se advierte que la fundación no ha rendido cuentas, menos restituido los fondos y que hay indicios serios y verosímiles de que se la empleó para financiar campañas políticas afines, claro está, al Gobierno.
Las escuchas telefónicas que se han dado a conocer muestran un mundo más bien promiscuo, en el que se entrelazan compromisos políticos, rupturas amorosas, sorpresivas alianzas sentimentales, intercambios de favores económicos y un manejo de los fondos que les fueron confiados más bien propio de pícaros o de tunantes.
Pero eso, que ya sería suficiente, no es todo.
De entre los ingredientes del caso no es menor el hecho de que algunos de los partícipes sean psiquiatras, cuya relación con los pacientes, uno de los cuales es en este caso el Presidente (a pesar de que la especialidad de los involucrados es la psiquiatría infanto-juvenil), es lo más parecido a la relación de un creyente con su confesor, o confesora, quien cuenta con un lazo invisible en uno de cuyos extremos está su mano y en la otra, atado, el paciente que sabe, aun inconscientemente, que a cambio de una cura ha enajenado parte de su subjetividad.
No es, pues, baladí que en todo esto se mezcle la transferencia propia de la relación psiquiátrica con la manipulación política. O, en otras palabras, no es raro que el psiquiatra Larraín haya ejercido, directamente o en forma vicaria (empleando la figura de su cónyuge), una dominación sobre su paciente, incluso sin que este lo advirtiera, pudiendo confundirla, a juzgar por las fotos, con la amistad o con la afinidad política, como lo prueba el hecho de que incluso pensó nombrar a Larraín como ministro de Desarrollo Social, perspectiva frente a la cual el psiquiatra debió frotarse las manos, al imaginar cómo se podría ampliar entonces su esmerado quehacer filantrópico.
Y el problema —decir problema es minimizarlo; es mejor llamarlo escándalo— no termina ahí, porque a partir de la relación de dependencia, siquiera vicaria, de la que, al parecer, se sirvió el psiquiatra Larraín, se estableció un juego de toma y daca, un intercambio, puesto que la fundación habría contribuido al financiamiento ilegal de la política.
De ser así, y para desgracia del Gobierno y del Presidente, la fundación Procultura habría contribuido a configurar un prodigio: no a empatar los otros casos de financiamiento ilegal de la política, sino a superarlos. Después de todo, esta sería la primera vez que un emprendimiento habría empleado el disfraz de la filantropía para eludir la ley.
Después de todo eso o, si se prefiere, después del caso Convenios, lo mejor es que el Gobierno guarde silencio o, si las posee, entregue explicaciones (¿o no tiene relevancia que una relación terapéutica se confunda con decisiones gubernamentales o que a pretexto de ella se acceda al Gobierno?).
Lo que por ningún motivo deben hacer, ni los ministros ni el Presidente, es servirse de estos casos para hacer aspavientos de corrección.
Carlos Peña