Mi interlocutor, furioso, formuló la pregunta que hemos oído muchas veces, pero que cada día parece más importante: “¿Cómo es posible que haya todavía un 25% de chilenos que apoyan a este gobierno y que, por lo tanto, en noviembre, seguramente estarán votando por sus partidarios?”.
Sin darme tiempo para comenzar mi respuesta, agregó: “Por cierto, espero que los últimos numeritos de los niñitos —cifras pesqueras y financiamiento de campañas, entre otros— hagan recapacitar a un porcentaje importante”. Se calló, me miró y me hizo el gesto de hombros levantados que significa: “¡Explícame!”.
Comencé diciéndole que no creo en absoluto que ese 25% vaya a disminuir, sino que, por el contrario, aumentará, lo que lo puso aún más furioso. Y entonces, ya no se aguantó: “O sea, no entiendes lo que está pasando, eres un indolente”, me recriminó. Lo corregí solo a medias, porque me pareció una impertinencia que a un anciano de casi 72 años se le considerara un desubicado, pero le encontré la razón en la segunda parte de su comentario. “Sí —le dije—, he sido un indolente; y tú también; y tantos como nosotros, porque la generación juvenil que engrosa estas izquierdas octubristas es, en medida importante, producto de tus indolencias y de las mías, y de las de tantos otros”.
Y no paré más. Traté de explicarle que en mi generación hubo —a mediados de los 70— un grupo notable de jovencísimos servidores públicos que se empeñaron en colaborar con la reconstrucción de Chile iniciada por el gobierno de las Fuerzas Armadas y de Orden, pero que eso duró poco, que hubo deserciones, malos ejemplos y desviaciones doctrinarias. Cuando tenían alrededor de 40 a 45, muchos creían falsamente que ya habían cumplido con lo que llamaban “el servicio militar”. Y se fueron a lo suyo, a sus cosas, ellos, los que tenían el talento y la experiencia para seguir hasta el final. Nos quedamos solo con unos pocos ejemplos notables, con muy pocos.
Procuré hacerle ver, además, que no fuimos capaces de desplegar generaciones numerosas de profesores universitarios de tiempo completo; que siempre preferimos la calidad de “profesores hora”, mientras desde las izquierdas nos copaban con jóvenes doctores full time. Y le recordé cómo él, sí, ¡él mismo!, le había dicho a uno de sus hijos que no le pagaría la carrera de Literatura, porque se iba a morir de hambre. (Mientras tanto, no sé si él mismo, pero sí sus pares, se quejaban amargamente del desastre de los profesores escolares de humanidades, “todos marxistas”, repetían con amargura.)
Le agregué que quizás se acordaba de un partido que por allá por los 80 y comienzos de los 90 tenía convicciones doctrinales monolíticas, en el que a sus miembros no les importaba que los detestaran sus rivales, en el que las tareas de formación de sus jóvenes eran continuas y exigentes…
Y, brevemente, porque el ambiente se estaba caldeando mucho, simplemente le pregunté: “¿Crees que el nivel de donaciones a la formación de personas ha sido el adecuado en nuestro sector?”.
Entonces me interrumpió: “¿Estás sugiriendo que somos responsables de haber provocado un gran vacío —un conjunto de vacíos— que explican el surgimiento y consolidación de esta generación de frenteamplistas ideologizados, inmaduros, soberbios e inexpertos?”.
“Sí —le dije—, y además no me robes esos cuatro adjetivos, que son de mi cosecha. Ponle más bien atención a esta otra consideración: tú, yo y tantos otros, no hemos hecho todo lo que teníamos que hacer para dotar a las generaciones siguientes de unas convicciones, de unos estilos de vida y de unos compromisos cuyos exactos contrarios son los que te repugnan en ese 25% del que te quejas”.
“Piénsalo y muévete”.