“Es la consigna —respondió el farolero—. No comprendo —dijo el Principito—. No hay nada que comprender —dijo el farolero—. La consigna es la consigna. Buenos días”.
Vivimos en tiempos donde la ideología, entendida como un conjunto de ideas que da sentido a la acción política, parece haberse vaciado de contenido volviéndose dogmática, superficial y desprovista de estudio serio. Una combinación de consignas vacías y desconocimiento real de la historia, la economía y la cultura del país.
Un país gobernado por autoridades ideológicamente ignorantes o cegadas enfrenta peligros concretos. Se debilita su capacidad de interpretar correctamente los problemas. Sin comprensión teórica ni análisis riguroso, los fenómenos sociales y económicos se simplifican hasta la caricatura, reduciéndolos a eslóganes que tranquilizan a los propios, pero que no resuelven nada. No se gobierna ni gestiona la complejidad: se improvisa desde la intuición mal informada.
La ignorancia ideológica suele ir acompañada de soberbia. Quienes desconocen la profundidad de los temas tienden a subestimarlos. En vez de aprender, los gobernantes ignoran las advertencias técnicas, desoyen a los expertos y apuestan a experimentos imprudentes.
Cuando las autoridades no ofrecen respuestas inteligentes ni tienen narrativas coherentes para explicar su accionar, la confianza ciudadana se erosiona rápidamente. La gente no solo sufre las malas decisiones, sino que también percibe la falta de preparación de quienes deberían conducir el país.
No se trata de exigir una élite perfecta, pero sí de rechazar el amateurismo arrogante disfrazado de frescura o espontaneidad.
La ignorancia ideológica en el gobierno no es simplemente un problema de ineficiencia o incompetencia: es una amenaza que, si no se corrige, está condenando al país al estancamiento, la frustración y la decadencia.
En tiempos de polarización es natural que algunos políticos se aferren con más fuerza a su ideología, pero esa rigidez, si no se adapta a los desafíos concretos, puede derivar en lo que podríamos llamar una ineficiencia ideológica. Cuando la ideología no solo no ayuda a gobernar mejor, sino que impide ver con claridad, gestionar con eficacia y dialogar con otros, no es más que una forma de encandilamiento con las propias creencias.
Gobiernos progresistas que se resisten a introducir mejoras en sistemas que ya no funcionan o enfrentar problemas de fondo por miedo a “ceder ante el modelo neoliberal”, tienen como único resultado un país paralizado y pérdida de conexión con la ciudadanía.
Entonces, la retórica se vuelve más importante que los resultados, y se prefiere repetir consignas antes que rendir cuentas o explicar con honestidad y transparencia los fundamentos de una decisión. Es el terreno fértil del dogmatismo, donde el político deja de ser un servidor público para convertirse en guardián de una supuesta “pureza doctrinaria”.
Todo proyecto político necesita una visión. Pero esa visión no puede estar disociada de la eficacia, de la escucha activa y del contexto. La verdadera política no es una batalla moral: es el arte de tomar decisiones que mejoren la vida de las personas.
Hoy, cuando los chilenos exigen respuestas más que discursos, un liderazgo más pragmático que mesiánico, vale la pena preguntarse: ¿estamos dispuestos a revisar nuestras ideas a la luz de los hechos, o seguiremos defendiendo la “coherencia” o los “gustitos ideológicos” a costa de la eficacia?
Porque cuando la ideología deja de servir para interpretar la realidad y empieza a distorsionarla, deja de ser una brújula... y se convierte en una venda.
Patricio Dussaillant B.