Es el momento de evaluar la política de gratuidad en educación superior. Desde luego, ella no parece haber aumentado el acceso a la educación superior. Desde que se instaló, en 2016, la matrícula de pregrado creció 9,6%. Si bien al iniciarse la cobertura ya era alta, este guarismo es poco comparado con el 24% que había crecido en los cinco años anteriores, y aún menos con el 56% que creció entre 2007 y 2015 (SIES). La educación superior en Chile se masificó más bien gracias al CAE y las políticas de becas que antecedieron a la gratuidad.
En cuanto a la composición de la matrícula, los cambios tras la gratuidad tampoco son significativos. Según el SIES, antes de la gratuidad, el 42,2% de los egresados de colegios públicos ingresaba a la educación superior al año siguiente de egresar y el 57,4% al subsiguiente (cohorte 2014), comparado con 42,1% y 58,1%, respectivamente, para las cohortes posteriores (2015-2022). Incluso, Bucarey (2018) encuentra que la gratuidad habría significado cambios en la elección de carreras de los jóvenes de familias de ingresos medios, reduciendo, en la práctica, aún más el acceso de los de origen más vulnerable a carreras selectivas.
En tanto, los aranceles regulados, algo requerido por la gratuidad, han afectado negativamente los ingresos de muchas casas de estudio. La ley, además, limitó el crecimiento de la matrícula y el cobro a los estudiantes que no tenían gratuidad: 40% por encima del arancel regulado para los del decil 7, y 60% para los de los deciles 8 y 9.
La gratuidad, según la OCDE, aumentó el gasto público en educación superior como porcentaje del PIB en 29% entre 2015 y 2021. Ello ha ocurrido mientras la mayoría de los países en este grupo lo han reducido, atendida la evidencia de que es más rentable y equitativo invertir en educación temprana. Además, como la educación superior mejora las oportunidades laborales de los egresados, parece razonable pedirles a quienes cursan estudios superiores una retribución por el aporte que el Estado les hace mientras estudian. De hecho, en Chile, los retornos de los egresados de educación superior siguen siendo los más altos de la OCDE.
El enorme incremento del gasto público hace difícil justificar nuevos aumentos para la educación superior, más con la deteriorada situación fiscal. En tanto, la regulación de matrículas y aranceles tampoco ha dejado espacio para allegar recursos desde las familias. De ahí que muchas instituciones estén viviendo una delicada situación financiera.
En suma, la gratuidad no ha aumentado el acceso, tampoco lo ha diversificado, y ha limitado los recursos totales del sistema. Resulta paradójico para una política con altísimo costo fiscal. También lo es que ese dinero no se haya usado para desalentar los programas de bajo retorno social y privado que diversos estudios han detectado.
En tiempo de campañas presidenciales, y con arcas fiscales estrechas, bien valdría reevaluar esta política, sobre todo si se agrega al panorama la escasez de recursos para la primera infancia y la investigación y desarrollo. Hay experiencias internacionales exitosas que prueban que es posible abandonar la gratuidad.
Tal vez como una forma de reconocer la inviabilidad de la gratuidad universal, el Gobierno propone ahora el FES, un nuevo instrumento de financiamiento, contingente en el ingreso, financiado por el Estado y cobrado a través del SII. Todas esas características formaban parte del proyecto de ley de 2012 y, creemos, generan consenso.
No obstante, vemos dos problemas serios. Primero, el proyecto llevaría a cero los aportes de las familias de los deciles 7-9, agravando aún más la situación económica de las instituciones. Segundo, la retribución de los egresados por sus estudios no tiene tope. Un estudio a cargo de Lorraine Dearden, académica de UCL, y patrocinado por la Subsecretaría de Educación Superior, estima que buena parte de los egresados pagarían entre 1,5 y 5 veces lo recibido, con números relevantes que pagarían más de 10 veces, lo cual es insostenible. Si bien otros tantos no tendrían ingresos suficientes y serían subsidiados, no parece razonable tanta redistribución al interior de este grupo de personas. Ello se presta para todo tipo de distorsiones. Por eso, no es casualidad que en el mundo ningún sistema de créditos contingentes involucre solidaridad.
El proyecto actual requiere de ajustes importantes, pero contiene elementos valiosos. Es más, si se logra un buen acuerdo en esta materia convendría preguntarse, como lo hizo la profesora Dearden en el seminario organizado por la Subsecretaría, si no convendría usar un instrumento tipo FES no como complemento, sino como reemplazo de la gratuidad.
Harald Beyer
Loreto Cox
Escuela de Gobierno UC