Lo que empezó con una desastrosa visita de la ministra del Interior al “territorio liberado” de Temucuicui ha devenido en un fatal hábito: la improvisación, el voluntarismo y el trabajo mal hecho son parte del legado de un Gobierno cuya gestión será recordada por su autodestructiva tendencia a los autogoles y los errores no forzados.
Hoy es la desafortunada comparecencia del subsecretario de Pesca, quien entregó información groseramente equivocada ante la comisión mixta parlamentaria que discute el proyecto de fraccionamiento pesquero; ayer, la impericia de los 17 abogados que no advirtieron la flagrante inconstitucionalidad de la venta al Estado de la antigua residencia de Salvador Allende propiedad de una ministra y una senadora; antes de eso, las repetidas chapuzas de la “mejor directora de Presupuestos que hemos tenido”. La tendencia también es visible tras el incendio en Viña del Mar: prácticamente todo lo que se ha reconstruido lo han levantado precariamente los vecinos, volviendo a ocupar terrenos peligrosos. Desde el Ejecutivo casi no ha llegado ayuda, pese a que el Presidente de la República aseguró en su momento que “no los dejaremos solos”. Es el mismo mandatario que no maneja la cifra exacta, que se apresuró a culpar al rey de España por un atraso del que no era responsable, dijo que sería “un perro contra la delincuencia”, reconoció “desprolijidades” y “errores” en los indultos y envió al sur al subsecretario del Interior acusado de violación… El problema, qué duda cabe, parte de muy arriba.
Nos hemos ido adormeciendo frente a esta constante ramplonería de una generación que se sintió con el derecho a sermonear desde una autoasignada superioridad moral. Finalmente, tenía razón el exministro Giorgio Jackson cuando se atrevió a pontificar que “nuestra escala de valores y principios dista de la generación que nos antecedió”: Era cierto. No solo es diferente; también mucho peor.
La capacidad de gestión de este Gobierno puede resumirse en una palabra: mediocridad. El profesor canadiense Alain Deneault ha acuñado el concepto de “mediocracia”: el gobierno de los mediocres. El académico afirma que no es un asunto de pereza, porque el mediocre sí se esfuerza, pero lo hace para atraer a otros similares a él, con la consecuente amplificación del resultado decepcionante.
Aunque según Deneault el advenimiento del “poder mediocre” se vincula a la influencia de técnicos fuera de contacto con la realidad, en Chile es perfectamente aplicable a lo que hemos vivido en los últimos años. Un grupo de iluminados que creía sabérselas todas ha chocado de frente con los hechos y, pese a que en algunas ocasiones logró hacer ajustes valiosos, al final terminó inclinándose hacia el voluntarismo y la incapacidad que le resultan propios. Eso explica, por ejemplo, que el Ministerio de Hacienda presupueste como ingresos para este año fondos que provendrían de proyectos de ley que todavía ni siquiera han ingresado al Congreso o se encuentran en tramitación. Así, es probable que el déficit estructural de 2025 se acerque al 2% del PIB, casi el doble de lo presentado inicialmente, y que la herencia fiscal de esta administración sea una camisa de fuerza para la próxima.
Hay un ámbito en que los inexpertos mediócratas sí han sabido aprender rápido. Las revelaciones del llamado caso Convenios y sus derivadas demuestran que, apenas llegada al Gobierno, esta generación se perfeccionó en la falta de probidad. A los criticados políticos de los 30 años les tomó tiempo enredarse en escándalos; la aventajada generación actual solo tardó unos meses en hacerlo. Ahora que la tormenta amenaza con sacudir hasta las máximas alturas de La Moneda, es posible distinguir con nitidez el talante valórico de los que alguna vez aseguraron ser mejores, pero tienen hoy al país sumido en su mediocridad.