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Editorial
Domingo 11 de mayo de 2025
Discutir sobre el contenido del informe
Se esperaría que uno de los aspectos centrales del debate se focalizara en si las recomendaciones de la comisión permiten efectivamente o no cumplir con los objetivos de establecer un límite temporal y acotar los recursos para satisfacer las demandas.
La entrega en esta semana del informe final de la “Comisión Presidencial para la Paz y el Entendimiento”, que busca, entre otros aspectos, formular una propuesta de solución de largo plazo al conflicto en las regiones del Biobío, La Araucanía, Los Ríos y Los Lagos y establecer una nueva relación entre el Estado de Chile y el pueblo Mapuche, ha generado diversas reacciones, incluso antes de conocerse el contenido del texto. Las dificultades de arribar a un consenso han quedado de manifiesto no solo por la circunstancia de no alcanzar la unanimidad que se habían autoimpuesto los comisionados, sino que también por la precipitación en que unos y otros sectores políticos tomaron posiciones, como si se tratara de algo sencillo donde solo cabe aprobar o rechazar como un todo las propuestas, evitando así profundizar en lo expuesto en el informe para entender las razones y alcances de cada uno de sus puntos, detectar sus virtudes y riesgos, sus omisiones, aspectos oscuros o controvertidos y, sobre todo, ofrecer alternativas viables.
Uno de los aspectos más valiosos del informe es el crudo diagnóstico sobre la operación del actual sistema de entrega de tierras, en que la institucionalidad vigente, incluyendo la llamada Ley Indígena aprobada en 1993, se encuentra en los hechos superada, crea falsas expectativas, se presta para toda clase de abusos e incentiva las tomas, las amenazas y presiones por tierras. A los extensos plazos de tramitación y cumplimiento de los compromisos, se agregan la discrecionalidad administrativa, limitaciones excesivas para un adecuado aprovechamiento de las tierras por quienes las reciben y diversos incentivos que llevan a eternizar la creación de nuevas comunidades y sus reclamos. Hay en el informe un intento serio de abordar esta problemática abriéndose a otras formas de reparación y procurando además establecer límites a las demandas y a los costos en que incurre el Estado.
Se esperaría que aquí el debate se focalizara en si las recomendaciones de la comisión permiten efectivamente cumplir con los objetivos de establecer un límite temporal y acotar los recursos para satisfacer las demandas o si, por el contrario, pese a las buenas intenciones, la propuesta y sus resguardos son insuficientes para acotar el problema, lo que puede terminar agravando la situación y prestarse para nuevas formas de aprovechamiento.
De otro lado, la compleja realidad presupuestaria por la que atraviesa el país es un factor que debe considerarse para evaluar si es posible adelantar recursos por miles de millones de dólares, por mucho que los compromisos a largo plazo del Estado terminen siendo mayores si se mantiene el actual sistema (se dice que el pago de las demandas por tierras podría extenderse por cerca de cien años de no hacerse cambios). A esta presión presupuestaria, habría que agregar los costos de los nuevos organismos que propone el informe y la inclusión, transversalmente celebrada, de reparar integralmente a las víctimas “de los graves hechos de violencia rural o actos de carácter terrorista” observados en esas cuatro regiones. Así, el uso de cuantiosos recursos públicos entra a competir con otras prioridades nacionales, también urgentes.
Chilenidad, la gran ausente
Es injusto calificar el informe de “octubrista”, como algunos dirigentes de oposición lo han hecho. Hay entre este texto y la controvertida propuesta de la Convención notorias diferencias: no se consagra la plurinacionalidad; no existen una justicia especial permanente, ni autonomías territoriales, ni escaños reservados; tampoco se exige el consentimiento de los pueblos indígenas para cualquier materia que afecte sus derechos, entre otros aspectos.
De la lectura del informe, sin embargo, emerge un cierto desequilibrio en la forma en que se presenta la perspectiva histórica, en la que abunda una mirada victimista y se omite completamente no solo el proceso de mestizaje, sino que también la noción de “chilenidad”, que desde su origen, y más allá de los abusos ocurridos, se opone a las estratificaciones y se abre a la integración. La chilenidad suele vincularse con los símbolos patrios o con los esfuerzos bélicos del siglo XIX, pero fue el resultado de un proceso mucho más amplio, donde también jugaron un papel determinante el avance de la educación pública y privada, las obras de infraestructura que dieron conectividad al territorio, el desarrollo de los medios de comunicación, la labor de la Iglesia Católica y otras creencias, y una serie de valores que se han ido consensuando y que están permanentemente abiertos a los cambios. Nada de eso está en el informe. Incluso en la propuesta, en que con toda justicia se sugiere reconocer constitucionalmente a los pueblos indígenas, se utiliza una redacción que pasa por alto el consenso ampliamente alcanzado en el segundo proceso constitucional de agregar la expresión “como parte de la Nación chilena”.
Los efectos de otros cambios institucionales recomendados deben también estudiarse con especial atención, como la consagración de la “representación política” o el “principio de autogobernanza”, por ejemplo. Y es que la experiencia acumulada en las últimas décadas en distintos procesos de reforma —ver, por ejemplo, lo ocurrido con la llamada Ley Lafkenche— da cuenta de que la vaguedad de algunos conceptos o regulaciones se presta para abusos en los que predominan las interpretaciones más extremas o interesadas.