¿Es posible sistematizar el contenido del acuerdo adoptado por la Comisión para la Paz y el Entendimiento, cuyo contenido fue dado a conocer recién ayer?
Hacerlo puede ayudar a que se le debata y así se discierna su importancia.
Al leerlo puede ser útil poner atención a tres conceptos distintos de justicia: la justicia simbólica, la material y la política. Cada una de ellas se relaciona con la distribución de algún bien. En el caso de la justicia simbólica, se trata del reconocimiento a la propia identidad cultural; en el caso de la justicia material, del acceso a los recursos; en el caso de la justicia política, de la participación. En esas tres dimensiones, el pueblo mapuche (y no solo él) ha padecido injusticia. Se ha negado su existencia e invisibilizado su ethos, su forma de estar en el mundo; se le ha privado de sus tierras, con las que sustentaba su vida y su cultura; se le ha impedido participar como pueblo en la formación de una voluntad común.
En la medida que el acuerdo de la Comisión remedia esas tres formas de injusticia, o las atenúa, debe ser apoyado.
Comencemos por la dimensión simbólica.
El acuerdo sugiere que en las reglas constitucionales se reconozca tanto la existencia de los pueblos indígenas como los derechos colectivos de los que son titulares. Entre esos derechos se cuenta el de preservar su lengua y sus formas de organización para cuyo fortalecimiento y preservación se sugieren diversas medidas. Para apreciar la importancia de esas recomendaciones hay que recordar que la lengua que hablamos —la lengua que cada uno recibió de su madre y que atesora en la memoria— es la forma más básica de estar en el mundo y de configurar la propia identidad. Mientras los seres humanos somos casi idénticos en nuestro arsenal anatómico y biológico, somos, sin embargo, muy distintos desde el punto de vista cultural y lingüístico ¿A qué se debe eso que, bien mirado, parece una anomalía? Pues bien, se debe al hecho que la lengua es la que nos permite tallar nuestra identidad, elaborar la cultura y hacernos un lugar en este mundo, la que nos permite ser, en suma, humanos. Por eso negar la lengua, impedir se la hable o consentir se extinga equivale a dejar que lo más propio de una existencia colectiva desaparezca.
Está, luego, la dimensión material.
Los marxistas y los que no lo son —sobre todo los que no lo son— conocen la importancia de las condiciones materiales de la existencia, indispensables para la producción y reproducción de la vida. En las sociedades contemporáneas es el dinero lo que representa a todos los bienes. En el caso de la cultura mapuche es ante todo la tierra, la que les fue, mediante la fuerza primero y el engaño después, arrebatada. Por supuesto, retrotraer la propiedad de la tierra al momento originario no es simplemente posible. De ahí entonces que el informe establezca tres principios cuya importancia y novedad es difícil de exagerar. Permite que la tierra entregada sea disponible y negociable mediante contratos (algo que históricamente se ha impedido); establece un límite a la reparación por esa vía (impidiendo el mal de una demanda infinita); y contempla formas alternativas como la reparación en bienes sustitutos o en dinero (favoreciendo así de manera indirecta la incorporación voluntaria a las, por decirlo así, prácticas de mercado).
Y en fin, se encuentra la dimensión política.
Uno de los problemas del pueblo mapuche (y de otros pueblos indígenas) es que carece de una voluntad común que lo represente ante el Estado. Sin ella, las demandas de ese pueblo (y de otros, claro está) son ideológicamente capturadas por minorías consistentes y violentas. Para evitarlo, es fundamental crear mecanismos de formación de una voluntad común para que ese pueblo pueda comparecer como sujeto en la vida democrática. Para ello el informe contempla algunas medidas.
El informe no incurre en ningún adanismo (la idea de que es posible retroceder a un momento cero de la historia), tampoco en una utopía arcaica (creer que si volviéramos atrás encontraríamos un paraíso) ni en la culpa intergeneracional (consistente en creer que los actuales descendientes de quienes ocuparon la zona son, por eso, también culpables y no, como son, víctimas que también merecen reparación).
Por todo ello, merece ser leído, y si la racionalidad todavía tiene algún peso en la política, es probable que al cerrar sus páginas se concluya que sí, que en lo fundamental merece el aplauso y la aprobación porque remedia la injusticia y desarma al radicalismo.
Carlos Peña