Partió hace años. Por carga ideológica unos, por impulso populista otros, se siguen promoviendo agendas de nuevos derechos, trabas al trabajo y la inversión, e innumerables propuestas a cuenta del fisco y, por tanto, de los contribuyentes.
Se fue normalizando exigir, sin ajustar deberes; hablar de decrecimiento en foros universitarios (después vino la Convención, con una bancada completa dedicada a eso). Condonar deudas. Subir impuestos como la vía ineludible de la justicia social. Y denunciar como delitos la exigencia, la disciplina, el esfuerzo, el ahorro, el anhelo de prosperidad, la aspiración a vivir mejor.
El segundo gobierno del presidente Sebastián Piñera intentó prender la luz y apagar la música. Era necesario que la fiesta terminara, aunque fuera por un rato, para reimpulsar la economía, modernizar el empleo (venía la automatización) y ajustar el gasto fiscal. Ya sabemos lo que pasó: se prendió el fuego y la oposición de entonces aplaudió (cuando no instigó) la ira por “los dolores de Chile”.
Primero el estallido y luego la pandemia le regalaron una estelaridad inédita a la política irresponsable, más transversal de lo que me gustaría reconocer.
Se congeló la tarifa del metro, que durante el actual mandato presidencial ha subido setenta pesos en menos de dos años (ni un fósforo se ha encendido). Se multiplicaron los subsidios, más allá de lo que proponía el Gobierno. Llegó a acusarse constitucionalmente al ministro de Educación por llamar al retorno a clases.
Y la estrella de todas las irresponsabilidades: los retiros de fondos previsionales. Hoy vuelven a rondar entre las plumas rosadas de una diputada y los pactos parlamentarios, cuyo fondo se rumorea, pero desconocemos.
El gobierno de Gabriel Boric ha impulsado con entusiasmo varias malas ideas, la mayoría con alto costo fiscal o para el mercado laboral. La leyes de “40 horas” y “Karin”, con fondos positivos para mejorar la vida de los trabajadores, tienen letras chicas onerosas para las empresas —especialmente las más pequeñas— y han debilitado el empleo.
Ahora se propone terminar con el CAE, con lo cual los morosos se multiplicaron en pocos meses. Y reemplazarlo por el FES, un sistema de financiamiento criticado por varias universidades y que solo en condonación de deudas le costará a Chile más de 700 millones de dólares.
En el Congreso se tramitan, entre otras mociones, el posnatal a un año, que afectaría severamente el empleo de las mujeres. Sala cuna universal, sin embargo, permanece casi inalterable, sin que el gobierno feminista se inmute por el desempleo de las mujeres, que se mantiene en 9,5%, el más alto al menos en diez años. Claro, contempla la participación de establecimientos privados, y eso al oficialismo lo espeluzna.
Tampoco hay mayor interés por destrabar inversiones. Este diario publicó hace poco el último informe de la Cámara Chilena de la Construcción, que reporta la friolera de casi 100 mil millones de dólares en inversiones a la espera de calificación ambiental. Y el deterioro en los tiempos de tramitación… ¡Esa sí que es una fiesta!
Hablar de productividad ofende. El 1 de mayo, Evelyn Matthei planteó la importancia de aumentarla, una obviedad en cualquier sociedad que aspira a mejorar en todo sentido, y las redes sociales se colapsaron con insultos.
Probablemente, una mayoría —lo veremos en noviembre— quiere que la fiesta termine, porque sabe que la rumba permanente empobrece económica y humanamente a Chile. Pero una minoría sigue con la música a todo volumen.