La economía revolucionó la manera de comprender nuestra conducta, postulando, en esencia, que los colectivos no toman decisiones, sino que solamente lo hacemos los individuos, y que en general preferimos más que menos. Además, utilizó las matemáticas para expresar sus modelos y el método científico para testear hipótesis, apoyándose constantemente en el famoso ceteris paribus, estudiando lo que ocurre cuando cambia una sola variable, suponiendo que todo lo demás es constante. El homo economicus protagonista de este sencillo modelo ha sido de gran utilidad en un sinnúmero de áreas, y diversos economistas lo llevaron a escenarios más allá de los mercados, incluyendo la delincuencia. Así, en 1968, Gary Becker lo constituyó en una base conceptual popular de la denominada “mano dura”: si se sube el costo de delinquir aumentando las penas o la probabilidad de ser sancionado, las personas delinquirán menos.
Pero, en el camino no se enfatizó lo suficiente que esta ecuación no es más que un modelo: una abstracción de la realidad, que supone, entre otras cosas, nada menos que racionalidad plena y disponibilidad total de información. También, que nuestras preferencias —es decir, el valor que asignamos a las distintas alternativas o cómo las ponderamos— permanecen constantes. La simpleza del enfoque es tan atractiva que el debate público sobre la inseguridad ha sido impermeable a todos los desarrollos posteriores que han mostrado cómo, en muchas circunstancias, nuestras decisiones son sesgadas o aparentemente irracionales.
Por ejemplo, ¿sabía usted que le asignamos más valor a algo cuando ya es nuestro que cuando queremos obtenerlo? Así es: nos tienen que pagar más para que devolvamos algo que logramos obtener, en relación con lo que estábamos dispuestos a pagar por tenerlo. No es tan fácil cuantificar, por lo tanto, cuánto vale algo para nosotros.
Volviendo entonces a la idea de tener “mano dura”, ¿significa que aumentar el costo esperado de delinquir no tiene ninguna utilidad? No; significa que puede ser una medida efectiva, pero solo en esas circunstancias en que el modelo resulta ser suficientemente cercano a la realidad. Es decir, es más útil considerando adultos y delitos cuya motivación principal es económica. En esos casos, aumentar el costo esperado inhibe la conducta para algunos. Particularmente, aumentar la probabilidad de ser sancionado —más que la gravedad de la sanción misma— tiene un mayor impacto. Pero es menos útil, por ejemplo, en el caso de jóvenes y conductas que tienen otra motivación o personas adictas a drogas. En estos casos, aumentar el costo esperado no tiene efecto alguno. Es más, programas como Scared Straight en Estados Unidos, que pretendían informar plenamente a los jóvenes del costo de delinquir llevándolos a ver cómo eran las cárceles, no solamente no los apartaron de sendas delictivas, sino que en algunos casos incluso aumentaron su probabilidad de delinquir.
Por otra parte, además de sincerar los casos en que la “mano dura” puede reducir los delitos, cabe considerar que el hecho de que algo sea útil no implica que sea la mejor opción considerando la costo-efectividad de distintas alternativas. Pillar, procesar, condenar y encarcelar a los hechores es un costo fiscal alto, y el gasto por recluso (alrededor de un millón de pesos al mes) solamente supera el daño de los delitos evitados en el caso de delincuentes violentos o de alta reincidencia, que representarían alrededor de un cuarto de la población penal si consideramos los clasificados como de alto compromiso delictual por Gendarmería. Y sucede que ya por décadas la evidencia demuestra que la prevención social o la rehabilitación —que no es otra cosa que cambiar las preferencias de las personas— no es buenismo, es más de 10 veces más costo-efectiva que la reacción del Estado una vez cometido el delito. Tampoco es verdad que sea una apuesta de largo plazo: más se demora el Estado en desplegarlos que los programas en demostrar resultados.
Sin duda urge abordar la modernización de las policías y gendarmería, pero seguir gastando, con suerte, uno de cada 10 pesos del presupuesto de seguridad (de 1,5 billones de pesos al año) en prevención es una pésima estrategia. Podríamos adoptar una idea más simple aún para empezar a revertir esta situación, un “uno más uno”: que por cada peso adicional en “mano dura”, se asigne también un peso más a prevención, basada en evidencia y bien implementada.