Ser excelente en lo público es un propósito que puede unirnos como país. Para alcanzar esto debemos evitar adoptar medidas equivocadas, tales como la Ley 21.724, que obliga a personas mayores de 75 años a cesar todas sus funciones en el servicio público, incluidas las académicas.
Esta ley contradice al Gobierno, que incorpora a su gabinete ministerial personas que exceden los 75 años, y al Parlamento, que busca reelegir personas que exceden ese límite de edad, al adoptar juntos una disposición miscelánea que impone forzadamente este retiro.
Parece ser una versión más de la ley del embudo. O quizá es una medida oportunista para desocupar plazas en el servicio público y coparlas con un criterio político de corto plazo, sin respetar la renovación gradual.
Universidades privadas, algunas confesionales e incluso jueces de tribunales supremos y los cardenales tienen límites de edad, en algunos casos inferiores a los 75 años. Sin embargo, esas obligaciones se imponen al momento de incorporarse a esas instituciones o tienen jerarquía constitucional, lo que no es el caso de la Ley 21.724. No se trata de defender la gerontocracia o decir que estamos en una efebocracia, sino de abogar por la reforma de la Ley 21.724.
Las consecuencias inmediatas de su aplicación tienen visos de inconstitucionalidad, ya que, eventualmente, puede afectar derechos adquiridos y una expectativa y confianza frustradas. Esto, además, contradice la autonomía universitaria, que tiene sistemas de medir el cumplimiento y eficiencia de sus académicos, afecta los sistemas de incentivo al retiro y los de honrar a profesores eméritos o recontratar personas por sus especiales capacidades, que sin distinción serán cesados a los 75 años.
Esta es una edad que suele marcar límites que muchas veces parecen discriminatorios. Se recordará la prohibición de salir de sus casas que existió para los mayores de esa edad durante la pandemia. O su reciente establecimiento como edad máxima para notarios, archiveros y conservadores, o la exigencia de facto que bancos y ministros de fe imponen en esa edad.
Además, el último censo muestra que los mayores de 65 años en nuestro país son hoy un 14%. En 2050, un tercio de la población chilena tendrá 65 años o más, una tendencia que es global. Y la expectativa de vida en Chile, de 81,4 años, es una de las más altas de la región.
Con la Ley 21.724 vamos en sentido contrario al de la excelencia al imponer sin deliberación democrática, en una disposición miscelánea de la ley de reajuste del sector público, una nueva disposición que obliga a personas mayores de 75 años a cesar todas sus actividades académicas, profesionales o laborales.
Una medida que resulta errada en el mundo universitario, porque existen áreas del saber en las cuales la experiencia cobra una mayor relevancia, tales como en el Derecho y las humanidades. Jorge Millas, en “Idea y defensa de la Universidad”, escribió que la formación universitaria consiste en la transmisión de valores y principios a las futuras generaciones. No puede realizarse esta transmisión si obligamos al retiro forzado de una parte tan sustancial de quienes deben asumir esta responsabilidad.
La valoración de la experiencia debe equilibrarse con las nuevas perspectivas que aportan los más jóvenes. En el caso de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, al aporte de profesores con décadas de docencia, que son más de treinta personas, se suman más de cien nuevos profesores. Esta combinación es la que permite aspirar a la excelencia en lo público y, una vez alcanzada, mantenerla.
En importantes universidades extranjeras no hay límite de edad para ejercer la docencia. En Estados Unidos, Canadá, Australia, Reino Unido y algunos otros países europeos que tienen excelencia en lo público, se considera discriminatorio establecer una edad límite de retiro. Estas políticas reflejan una tendencia global hacia la flexibilidad, valorando la experiencia de los académicos. ¿Por qué en Chile eso debería ser tan abrupto y distinto?
Pablo Ruiz-Tagle
Decano Facultad de Derecho Universidad de Chile