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Editorial
Jueves 01 de mayo de 2025
Clubes y barras bravas
Mientras los clubes no asuman que deben cortar todo vínculo con estos grupos, ningún plan de seguridad funcionará.
El caso de Manuel Yáñez, barrista con amplio prontuario penal —incluida una condena por homicidio frustrado—, y que desde enero emitía boletas de honorarios a la sociedad Blanco y Negro (la que, ante el escándalo generado, habría ahora decidido desvincularlo), revela con crudeza la persistencia de vínculos entre clubes de fútbol profesional y barras bravas. Lejos de ser un hecho excepcional, este episodio confirma lo que parece una situación estructural: la incapacidad —o falta de voluntad— de algunas dirigencias para cortar relaciones con los grupos que protagonizan los hechos de violencia que empañan la actividad futbolística en Chile.
Solo durante las últimas semanas, sin ir más lejos, la Garra Blanca fue protagonista de sonados episodios. El 10 de abril fueron enfrentamientos internos en plena tribuna del estadio Monumental durante el partido entre Colo Colo y Fortaleza, poniendo en riesgo a otros asistentes e interrumpiendo el espectáculo, lo que motivó la imposición de sanciones por la Conmebol. Horas antes, el intento de ingresar por “avalancha” al mismo estadio había concluido con la trágica muerte de dos jóvenes hinchas, en un hecho que investiga la justicia y que involucra a un vehículo policial. Esos acontecimientos dieron lugar, al día siguiente, a violentas manifestaciones en distintos lugares de Santiago, incluido el incendio de un bus. Días después, camino al estadio en metro para un partido ante Coquimbo Unido, hinchas colocolinos vandalizaron vagones, lanzaron cerveza, golpearon mobiliario y amenazaron a pasajeros. Todo esto, sin obviar los hechos de violencia que se produjeron en comunas como Puente Alto y Lampa, propósito del centenario del club albo, cuyos seguidores se enfrentaron con otros de la Universidad de Chile.
Lo más grave de estas situaciones es que la responsabilidad no es atribuible a “infiltrados” ni a pequeños grupos descolgados, sino que se trata del modus operandi habitual de barras bravas que, en los hechos, siguen manteniendo vínculos con las dirigencias de los clubes, como el caso Yáñez lo ha puesto otra vez en evidencia. La doble moral es notoria: se condena la violencia en público mientras se la tolera —o se la premia— en privado. La relación de dependencia, muchas veces basada en el miedo, la extorsión o la conveniencia política, impide avanzar hacia una cultura deportiva segura y moderna.
Mientras los clubes no asuman que deben cortar todo vínculo con estos grupos, ningún plan de seguridad funcionará. Da lo mismo cuántos anillos de control, cámaras o efectivos policiales se desplieguen, si quienes protagonizan la violencia se sienten amparados por las instituciones.
Corresponde que el Estado fiscalice con más rigor, que la legislación impida expresamente a los clubes contratar a personas con antecedentes vinculados a violencia en espectáculos deportivos y que las sanciones sean ejemplares. Pero, sobre todo, se requiere voluntad real de los dirigentes para cortar una relación que, lejos de ser meramente simbólica, tiene consecuencias concretas en la seguridad pública. Sin esa decisión de fondo, no hay operativo policial que baste.