En la fiesta del Trabajo de mañana, nadie en el actual Gobierno podría sostener legítimamente que tiene el derecho a celebrar.
La razón es muy sencilla: los actuales gobernantes trabajan muy mal. Desde el Presidente de la República —quien cambió el “trabajar” en el cargo por “habitarlo”, algo así como instalarse en la tarea con escaso esfuerzo— hasta los más elementales funcionarios frenteamplistas, la gestión ha sido lamentable. Intentando aprender de la capacidad de Gabriela Mistral para inventar palabras, se podría afirmar que la tarea gubernamental ha sido “flojerosa”, una flojera escandalosa.
Por una parte, han desempeñado sus tareas con una pobreza técnica tan grosera, que han quedado expuestos al oprobio público en numerosas ocasiones. Desde la insólita incursión de la ministra Siches en La Araucanía a “territorio liberado”, pasando por los reiterados y grotescos errores de la Dirección de Presupuestos, para concluir con la incapacidad inaudita de numerosos funcionarios para conocer o recordar qué prohíbe la Constitución a ministros y parlamentarios en materia de contratos con el Estado… Y a todo eso se suma que el Presidente ha incurrido en sus intervenciones en numerosos errores básicos de información. Que no se nos olviden el “Evangelio de San Pablo” y la “frontera marítima en el Pacífico con la India”, entre tantas otras perlas de su trabajo comunicacional.
¿Este es solo un problema del Presidente o de algunos ministros, directores y asesores de primera fila? No: se trata de un comportamiento de mediocridad extensamente compartido por cientos de miles de funcionarios (ya no corresponde llamarlos “servidores públicos”), muchos de ellos incorporados a la administración en los últimos tres años, hasta superar el millón de personas en el sistema.
Pero, además, a la incapacidad laboral de los gobiernistas se ha sumado una comprobada carencia de probidad, un desprecio radical por la ética del trabajo. El caso Convenios o Fundaciones, aún en sus primeras etapas de investigación, parece irse configurando como una operación de gran escala —en la que paradójicamente se ejercitó un arduo empeño laboral— para defraudar al Estado, para enriquecerse con los aportes de los ciudadanos.
Y falta todavía una tercera dimensión del trabajo mal hecho: la tan extendida “permisología” (más bien, debiera llamársela “negativiología”, en la medida en que tantos trámites terminan con un rotundo No). Es la dimensión ideológica del trabajo mal hecho; es la convicción de que resulta más importante hacer valer miradas no desarrollistas, no extractivistas, ecologistas profundas o indigenistas, que reconocer las ventajas y los méritos de proyectos audaces que pueden generar mayor progreso. Desde tantas oficinas públicas se trabaja para decir que No, mientras el país necesita que agradezcamos a los que se arriesgan con sus proyectos afirmando un Sí.
Después de más de un siglo y medio de difusión del marxismo, no debe sorprender este conjunto de atentados contra la nobleza del esfuerzo humano. Si el trabajo ha sido considerado el mecanismo básico de explotación y la causa de los abusos; si el trabajo es mirado como el método de depredación de la naturaleza; si el trabajo está siendo denigrado como un sistema de colonización de los indígenas precolombinos, nada tiene de extraño que no haya en el discurso de las actuales generaciones una valoración del trabajo bien hecho ni, mucho menos, un empeño por llevarlo así a la práctica.
No ha faltado en estos días la polémica sobre el “expertise” frenteamplista. Y no ha sido desde la oposición que se ha formulado la crítica, sino desde quien los ha conocido muy de cerca, Carolina Tohá.